Frère Rufin (portada)

Capítulo VI: La Virgen María, humilde sierva del Señor

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El haber integrado el nombre de Jesús en el título de este capítulo consagrado a la Virgen María no es fruto del azar. Veremos que, efectivamente, la Virgen María es inseparable de su divino Hijo. A lo largo de estas líneas descubriremos los tres componentes fundamentales de la mariología: la misión única de María, es decir, la de ser Madre de la Palabra (el Verbo hecho carne), del pan vivo bajado del cielo para salvación de los hombres; los singulares privilegios de María, Arca virginal más preciosa que aquella que contenía el maná y las tablas de la ley; y, finalmente, el culto o veneración excepcional dedicados a esta arca.

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LA MUJER CORONADA DE ESTRELLAS

Este “cántico” de Tobías parece dirigirse a la ciudad de Jerusalén. En realidad se dirige a la nueva Jerusalén celeste que comienza en María, la Madre de Jesús. María, el nuevo tabernáculo, la Santa de los santos, la estrella que conduce a los descarriados hacia el Altísimo, la Corredentora que, por los siglos de los siglos, se regocija de ser la madre de los redimidos. Es el verdadero canto de la Corredentora.

Aquel que quiera escuchar y seguir el Evangelio debe tomar tan en serio como todo el resto las numerosas escenas donde aparece María. Y también debe desear verdaderamente reunir las piedras dispersas que conforman el mosaico, para así ver brillar la imagen total de María, de su persona y de su función. Pero la imagen que aparece en tal visión de conjunto no está aislada en sí misma; constantemente reenvía, con todas sus partes y desde todo punto de vista, tanto a Cristo como a la Iglesia. De esto se deduce que toda piedad mariana, si quiere ser católica, no debe aislarse jamás, sino que debe siempre insertarse y orientarse tanto cristológica (y por lo tanto trinitaria) como eclesiológicamente. San Juan ha referido este suceso de forma maravillosa en su evangelio, pues nunca nombra a María por su nombre. La llama “la Madre de Jesús”. Ha abandonado lo que es personal para solo estar a disposición de Jesús, por decirlo de alguna manera *  En lo que concierne a este párrafo y al último de este capítulo, titulado “Testimoniemos a la Virgen María un ardiente amor”, cfr. Cardenal Joseph Ratzinger, Hans Urs Von Balthasar, Marie Première Église, Médiaspaul & eds. Paulines, 1987, pp. 62 y 13 (versión castellana: Ratzinger, Von Balthasar, María, Iglesia naciente, Ed. Encuentro, España, 1999). Nota: ya que se trata de extractos, ha sido necesario realizar algunos arreglos al texto original para poder insertarlos armoniosamente en el conjunto de este capítulo. Esta indicación será aplicable igualmente a otras referencias señaladas en este capítulo sin que se vuelva a precisar..

Vamos entonces a reunir las piedras dispersas del mosaico, comenzando sin embargo por algunos pasajes del Antiguo Testamento y terminaremos con la Asunción de la Virgen.

La mujer del protoevangelio

María fue anunciada por Dios en lo que llamamos el protoevangelio. Este anuncio se hace inmediatamente después de la caída de nuestros primeros padres. El Creador se dirige a la serpiente infernal en estos términos: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tu le acecharás el talón” (Gn 3, 15). Podríamos considerar que la hostilidad en cuestión se da entre la serpiente y la población femenina entera. No obstante, hay que descartar esta eventualidad en razón de la continuación del texto, donde percibimos un cambio de género: “éste te aplastará la cabeza” y no “ésta te aplastará la cabeza”. El texto anuncia ya al futuro Salvador, Jesús. A causa del nacimiento de este salvador que llegará a través de “una” mujer habrá hostilidad entre la serpiente y “esa” mujer. La mujer en cuestión es María, Madre del Salvador. Entonces, junto con el Mesías, está implicada su madre. Podemos leer en la Epístola de San Pablo a los romanos: “Pues, al igual que por la desobediencia de un solo hombre (Adán) todos quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo (Jesucristo) todos quedarán constituidos justos” (Rom 5, 19). No es audaz agregar a este texto: como el mal entró en el mundo por la mujer (Eva), es justo que por la Mujer (María) entre de nuevo el bien. Y ahora sabemos cómo lo hará: por medio de la obediencia absoluta. La pureza absoluta. La humildad absoluta. Pues grande es aquella que cumple la voluntad de Dios. Es por eso que María es grande.

La profecía de Isaías sobre la Virgen Madre del Emmanuel

Pues bien, el Señor mismo os dará una señal:
mirad: la  joven está encinta, va a dar a luz un hijo,
y le pondrá el nombre de Emmanuel. (Is 7, 14)

En lugar de “la joven” la traducción griega reza “la virgen”, precisando así el término hebrero (‘almah) que designa, sea a una joven soltera, sea a una joven recién casada, sin más explicaciones. No obstante el texto de la versión griega de los Setenta es un precioso testimonio de la antigua interpretación judía, que será consagrada en el evangelio de Mateo: “La Virgen concebirá en su seno, y dará a luz un hijo y le pondrá el nombre de Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’” (Mt 1, 23).

La profecía de Isaías sobre la “raíz de Jesé”

Saldrá un renuevo del tronco de Jesé,
un tallo brotará de sus raíces. (Is 11, 1)

Este poema mesiánico precisa ciertos rasgos esenciales del Mesías que vendrá, sobre todo sus orígenes davídicos (ya que David es hijo de Jesé). El tallo que sale del tronco de Jesé no es otro que María. Aprovechemos este pasaje para detenernos por unos instantes en las dos genealogías de Cristo que se encuentran en los evangelios, una proveniente del evangelio de Mateo *  Mt 1, 1-17 y Lc 3, 23-28. Señalemos de paso que Mateo insiste en el número de catorce generaciones que componen cada grupo: “El total de generaciones es entonces: de Abraham a David, catorce generaciones; de David a la deportación de Babilonia, catorce generaciones, de la deportación de Babilonia a Cristo, catorce generaciones”. Parece que este número ha sido retenido voluntariamente, puesto que es múltiplo de la cifra siete, que expresa la plenitud. “Voluntariamente” porque para lograr llegar a catorce ha sido necesario suprimir los nombres de algunos personajes “menos importantes” históricamente que aquellos que han sido retenidos en la genealogía. Veamos un ejemplo: si Pedro engendró a Remi, el cual engendró a Miguel, que a su vez engendró a José, el último de la lista muy bien podría presentar su árbol genealógico de la siguiente manera: Pedro engendró a José, saltando así dos generaciones. En la genealogía lucana cada grupo de nombres es igualmente un múltiplo de siete: veintiún nombres en el primero, segundo y cuarto grupo; catorce nombres en el tercer grupo. Por el mismo motivo de “arreglo numérico” no encontramos a Joaquín, Padre de la Virgen María, en el primer grupo de veintiuno. y la otra del de Lucas (te invitamos a ti, lector de estas líneas, a que los consultes desde ahora para que puedas apreciar el siguiente comentario).

Como podemos constatarlo, las dos genealogías presentan algunas diferencias.

Dos elementos esenciales son puestos en relieve en el texto de Mateo: en primer lugar, la descendencia se da por el lado masculino; se evidencia que esta genealogía es la de José y no la de María (Jacobo engendró a José). El texto tiene el cuidado de decirnos que José, descendiente de David, es el padre legal de Jesús, y es esta paternidad legal la que le confiere los derechos hereditarios, los de la línea davídica y mesiánica; en segundo lugar José, padre legal de Jesús, no es sin embargo su genitor porque, si ese hubiera sido el caso, Mateo habría terminado con “José engendró a Jesús, de su esposa María”, como sucede con las cuatro mujeres citadas anteriormente. Pero él no participa. Al contrario, Mateo precisa:”Jacobo engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús”. María es en verdad la Madre de Jesús pero José no es “más que” el padre virginal de Jesús. Él no intervino entonces en su concepción, como lo precisará la continuación del relato de Mateo.

La comparación de la genealogía de Mateo con la de Lucas plantea algunas dificultades *  La humilde reacción de San Agustín, para el que las diferencias entre las dos genealogías eran un misterio, es digna de subrayarse: “¡No entiendo!” – se cuenta que dijo. Podemos apropiarnos esta humilde reacción de uno de los padres de la Iglesia cuando tenemos dificultades para comprender ciertos textos de la Escritura. Jamás busquemos sacar conclusiones que testimonien un orgullo de muy mala ley, tales como: “San Lucas escribió un relleno a los relatos de la infancia de Cristo…”; más bien pidamos al Señor que nos ayude a iluminar su Palabra a fin de poder vivirla mejor.. La primera es descendente, mientras que la segunda es ascendente. Además, la genealogía lucana remonta hasta Adán e incluso hasta Dios, y es mucho más larga que la precedente: 77 nombres según la estimación más usual. Pero la mayor dificultad es que, de David a José, ¡casi todos los nombres difieren de una y otra parte! Mientras que Matías une a Jesús con José, padre legal de Jesús, y muestra de esta manera que Jesús pertenece a la dinastía davídica, Lucas llega al mismo resultado remitiéndose al árbol genealógico de… María. En consecuencia, no habiendo padre humano, ¿no es solamente a través de María que Jesús pertenece a “la raza de David”, como lo precisa la gran profecía del capítulo 7 de Isaías? ¿Es solamente por su madre que el Emmanuel es el David mesiánico prometido? En estas condiciones resulta perfectamente normal que difieran las dos listas genealógicas, la de Mateo y la de Lucas, cuando se va de David a Jesús. Por eso no podemos contentarnos con unir a Jesús a la dinastía davídica por medio del parentesco legal (por José) *  Extractos de P. André Feuillet, P. S. Sulp., Le Sauveur Messianique Et Sa Mère Dans Les Récits De L’Enfance De Saint Matthieu Et De Saint Luc, Divinitas de Janvier, 1990, p. 25 y siguientes. El padre Feuillet precisa en la página 27: “Sólidos argumentos apoyan esta manera de verlo. En primer lugar es válido considerar como un paréntesis ‘Se creía que Jesús era hijo de José’, en el versículo 23. Si en griego la palabra José está privada del artículo (tou) es para remarcar que no forma parte de la lista genealógica. Por otra parte ésta comprende todos los nombres que siguen; coordinados los unos con los otros, dependen todos de la palabra ‘hijo’ (huios) del versículo 23 y son precedidos por el artículo (tou), siendo el primer de esos nombres Elí (tou Elí). Hay que comprender: ‘Se creía que Jesús era hijo de José, pero en realidad era hijo de Elí, hijo de Matat’”, etc. Si se conservase a José en el primer grupo de nombres obtendríamos 22 nombres en la genealogía y no 21, múltiplo de 7 (ver la nota anterior)., incluso si José es también descendiente de David.

Otro argumento, tomado de la liturgia *  Pues es verdadera la afirmación : lex orandi, lex credendi (la ley de la oración es la ley de la creencia)., confirma el origen davídico de María. Cantamos así el primer versículo de las segundas vísperas del 8 de septiembre:

“Nativitas gloriosae, Virginis Mariae, ex semine Abrahae, ortae de tribu Juda, clara ex stirpe David” (Es la Natividad de la gloriosa Virgen María, de la raza de Abraham, originario de la tribu de Judá y de la ilustre familia de David).

Así es como la virgen resulta verdadera descendiente de David, tal y como lo profetizaba Isaías setecientos años antes de Jesucristo.

La profecía de Jeremías sobre la mujer que ronda al hombre

En el jardín del Edén, la humanidad se apartó de su Creador. En esta profecía de Jeremías, el texto, cuyo verbo hebreo significa “rondar”, “seguir”, “buscar” expresa la reanudación de las relaciones amorosas entre Israel y su Esposo Yahveh. La vulgata ha acentuado el alcance mesiánico por medio de la traducción: “la mujer rondará al hombre”, que evoca la concepción virginal de Cristo. *  Esta interpretación mariana de la profecía de Jeremías fue propuesta por san Jerónimo, san Bernardo, Santo Tomás, san Buenaventura, Maldonat, Sanzio, Sa, Cornelio a Lapide, Van Est, Menochio, Tirinus; y recientemente por Scholz, Meignan, Knabenbauer, Fillion, Reischl, Arndt, Herme, Closen S. J. (ver Verbum Domini, 1936, p. 295-304).

La esposa del Cantar de los Cantares

El Cantar de los Cantares, es decir el Cantar por excelencia, canta en una serie de poemas el amor mutuo de un bien amado a su bien amada, que se reúnen y se pierden, que se buscan y se encuentran. El bien amado es llamado “rey” y “Salomón”; la bien amada, la “sulamita”. La interpretación tradicional entiende este cántico como el amor de Dios por Israel, y el del pueblo por su Dios. Se comprende que esta primera relación de gracia y de amor se da entre Cristo y su Iglesia (Iglesia, esposa de Cristo) y entre Cristo y cada una de las almas. Esta relación es idealmente expresada y perfeccionada en la de María con Cristo, y en la de María con Dios. Citamos aquí sólo algunos de los pasajes que pueden aplicarse a la Virgen *  Remitimos al lector deseoso de profundizar su conocimiento sobre el Cantar de los Cantares a la siguiente obra : Feuillet, André, Comment lire le Cantique des Cantiques, Étude de théologie biblique et réflexions sur une méthode d’exégèse, Eds. Pierre Tequi, 1999., donde se evidencia esta relación amorosa a la que estamos todos invitados:

Ana y Joaquín, padres de la Virgen María

Los cuatro evangelistas canónicos no nos dicen nada sobre esos dos grandes santos que son santa Ana y san Joaquín. Conocemos su existencia por tres evangelios apócrifos *  Los evangelios apócrifos contienen ciertos segmentos que pueden provenir de la tradición primitiva y completan así los datos del Evangelio.. Las representaciones artísticas que encontramos en las iglesias, pinturas o esculturas, por no citar sino estas, con frecuencia representan a santa Ana y a san Joaquín como personas de edad. Se entiende entonces que habrían tenido la dicha de concebir a María a una edad avanzada, así como Abraham y Sara tuvieron a Isaac a una edad avanzada, o como santa Isabel que, más tarde, concebirá al Bautista cuando ya estaba en la vejez. Abuelo de Jesús, Joaquín había desposado la sabiduría de Dios contenida en el corazón de una mujer justa. Esperaron y esperaron toda su vida tener un hijo y de repente, en su vejez, recibieron de Dios una niñita: María.

La Iglesia honra a Ana y Joaquín para recordarnos esa conducta tan misteriosa de Dios respecto a la humanidad. Quiso salvar a los hombres haciéndose uno de nosotros, tomando nuestra condición humana, entrando en el tiempo y en el espacio. Es el medio que ha escogido por encima de todos los otros para hacernos comprender mejor la intimidad que desea tener con nosotros, y a la cual somos llamados. Santa Ana y san Joaquín son los modelos de esos esposos fieles que, viviendo como seres justos ante Dios, están atentos a cumplir su voluntad lo mejor que pueden y esperan en la fe y en el ardor la plenitud de la manifestación del Señor. Cooperan así con la acción de la gracia en el corazón de sus hijos, enseñándoles a creer, a respetar y a amar *  Misal EPHATA, librería Arthème Fayard, 1988, p. 1696..

La Inmaculada Concepción

La pequeña niña que Ana y Joaquín trajeron al mundo beneficia de una gracia excepcional, de una gracia única tras la falta de nuestros primeros padres: la de ser la Inmaculada Concepción. Tras una de las apariciones que acababa de gozar, el cura de Lourdes preguntó a Bernadette SOUBIROUS: “¿Sabes lo que quiere decir Inmaculada Concepción?” La pobre joven respondió: “¡No!”. También nosotros vamos a intentar responder a la pregunta del cura de Lourdes.

Adán y Eva habían recibido la santidad y la justicia originales no para ellos solos, sino para toda la naturaleza humana. Adán y Eva cometieron un pecado personal cediendo ante el tentador, pero este pecado afecta a la naturaleza humana en sí misma. Es así como van a transmitirla en un estado caído, por propagación. Desde entonces la naturaleza humana está privada de la santidad y de la justicia originales. Es por eso que el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído” y no “cometido”, un estado y no un acto *  CIC 404.. El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual *  CIC 405..

Sin una voluntad divina especial, María, nacida de un hombre y de una mujer unidos en matrimonio según la ley de la naturaleza, no habría sido diferente de otras criaturas salidas de la raíz contaminada de Adán. Habría tenido su lugar en la gran línea de “justos”, como muchos otros del Antiguo Testamento, pero nada más. Por una gracia excepcional, María ha sido preservada de esa herencia de Adán y Eva. Esa gracia tiene un nombre: Redención preservativa. Pues existe una doble Redención: la que libera de la falta en la que se ha caído, gracias a los méritos resultando de la Redención cumplida, y esa que – excelente en grado sumo - preserva de caer en la falta, en previsión de la futura Redención. La primera es llamada Redención liberativa: es común a todos los descendientes de Adán de manera ordinaria. La segunda, la Redención preservativa, es propia y exclusiva a la Virgen María. Cosa curiosa: numerosos e insignes teólogos medievales (entre lo que se cuenta a santo Tomás de Aquino y a san Buenaventura) entendían por Redención, o salvación, solamente a la redención liberativa de la falta *  Roschini, Gabriel M., O.S.M., La Vierge Marie dans l’œuvre de Maria Valtorta, Ed. M. Kolbe/Pisani, 1984, p. 270.. Entonces no podían imaginar a María como Inmaculada Concepción. Sin embargo, otro teólogo medieval, Jean DUNS SCOT (ofm, ┼1308) va a dar su fundamento teológico a una devoción que había comenzado a extenderse por Irlanda, Escocia e Inglaterra durante el siglo XI bajo la influencia de la Iglesia oriental, sin que Roma interviniese para prohibirla. Esa devoción era la de la Concepción de María. Veremos algunos textos esenciales del análisis de SCOT sobre la Inmaculada, en toda su desnudez y rigor de argumentación *  Este pensamiento central de Jean Duns Scot está extraido de una conferencia dada en Orsay el 27 de noviembre de 1993 por el Fr. Francis De Beer, ofm, titulada “La Dame selon le coeur de Dieu”, conferencia consignada en un opúsculo impreso por C.A.T., Instituto San André, pp. 15-16.:

La perfecta mediación de Cristo

El mediador más perfecto ejerce el acto de mediación más perfecto posible hacia la persona que quiere que se beneficie con su acto. Jesucristo Hombre, siendo el más perfecto Único Mediador entre Dios y los hombres (como lo dice san Pablo), ha ejercido entonces el acto de mediación más perfecto hacia esa persona de la cual es mediador. Pero no hubo acto de mediación más perfecto que el que tuvo hacia María. Y el acto más perfecto no fue liberar del mal, sino preservar del mal. Cristo tuvo entonces el mérito de preservar a MARÍA del pecado original. Efectivamente, SCOT explica que es un favor más grande preservar a alguien del mal que permitirle que caiga en el pecado para liberarlo después.

Pero, más aún, esta Preservación aumenta la gloria de Cristo Mediador y Salvador: MARÍA, dice SCOT, tuvo de hecho mayor necesidad que nosotros de Cristo redentor. Pues habría contraído el pecado original en razón de la propagación común si no hubiese sido preservada por la gracia del Mediador. Y si todos los demás necesitan a Cristo para ser redimidos de su pecado ya contraído, MARÍA tuvo mayor necesidad del Mediador para impedirle contraer dicho pecado. En cierta manera, Cristo no sería el Redentor más perfecto si no hubiese tenido el mérito de preservar a MARÍA del pecado original.

En cierta manera, MARÍA es necesaria para que Cristo ejerza una vez una mediación perfecta. Si no, el pecado sería más fuerte que Cristo, si MARÍA no fuese inmaculada *  Nos permitiremos insistir en la audacia del profundo pensamiento que Duns Scot profesa en ese momento a la Virgen Inmaculada. Su sutil revolución radica no de partir de una hipótesis conveniente, como “la gloria más grande de Dios”, sino de partir de un hecho revelado: Cristo mediador perfecto, y en encontrar que sólo la inmaculada concepción de la Virgen, por medio de una preservación radical del pecado y no solamente por una purificación del pecado, reunía las condiciones de una mediación perfecta. Para Duns Scot no se trata de un argumento conveniente, sino de una demostración de la fe. “Cristo no sería el Mediador perfecto si no hubiese podido dar a su madre el privilegio de ser preservada del pecado original. Establezco, en nombre de la excelencia de su Hijo en tanto que Redentor y Reconcialiador y Mediador, que la Virgen no contrajo el pecado original”. (Cfr. Veuthey, León, Jean Duns Scot, citando el Oxoniense, 3, d3, ql, nota 4. Véase también Longpré, Ephrem, La Vierge Immaculée, p. 16).

La Preservación original de la Virgen

El primer argumento esencial está fundado en la Mediación de Cristo. Pero SCOT debe responder a una objeción derivada de la condición de la Virgen. MARÍA, se le dice, ha sido concebida de la misma manera que todos los otros seres humanos, en virtud de una generación sometida a la ley de la concupiscencia. Por lo tanto su carne ha sido infectada; y el alma, uniéndose a la carne, ha contraído la mancha original. Entonces MARÍA no está exenta de las penas comunes a nuestra naturaleza: el hambre, la sed, el cansancio, el sufrimiento, la muerte. Esas penas son las consecuencias del pecado original que ha contraído al nacer. Pero he aquí la respuesta de SCOT: esas penas no están forzosamente ligadas al pecado original. Jesús mismo las ha aceptado. Jesús podía ejercer su influencia de Mediador preservando a María del pecado original, pero dejándole las penas que ella asumía libremente (como Corredentora).

Conclusión de DUNS SCOT

“Si no se opone a la autoridad de la Iglesia o a la autoridad de la Sagrada Escritura, parece probable que habría que atribuir a María lo más excelente que existe, es decir, la Inmaculada Concepción”.

En principio, en el pensamiento de DUNS SCOT siempre han existido dos afirmaciones conjuntas, hecho en el que bien se ve que es heredero de Francisco de Asís. Por una parte afirma siempre que la Inmaculada Concepción es su preferida: Cristo no sería el Mediador más perfecto si no hubiese merecido que María fuese preservada del pecado original. Jamás lo negará, aun a riesgo de su vida. Por otra parte, su reserva fue no menos grave pero tan llena de sentido en esa época: no afirmar la Inmaculada Concepción más que en la medida en que la autoridad de la Iglesia la reconocía. Para SCOT sólo la Iglesia puede afirmar a la Virgen Inmaculada como verdad de fe porque la Iglesia y MARÍA, tanto para él como para Francisco, son un solo y mismo misterio, la Virgen-Iglesia.

Este reconocimiento por parte de la Iglesia se llevará a cabo en 1854, a través de la proclamación del dogma *  El dogma cristiano es el conjunto de doctrinas que la Iglesia enseña en nombre de Dios. Las fuentes son la Sagrada Escritura y la Tradición. Los dogmas son inmutables. “Definir un dogma” no es crearlo, sino declarar oficialmente que debe ser creído por todos los fieles. El “desarrollo del dogma” es la explicación progresiva de su contenido. de la Inmaculada Concepción por el papa Pío IX:

“La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” *  CIC 491..

La Natividad de la Virgen María y su presentación en el templo

Tradicionalmente, la Iglesia festeja a los santos canonizados el día de la fecha del aniversario de su muerte. Esta regla tiene dos excepciones: san Juan Bautista, que se festeja el 25 de junio (seis meses antes de la fecha del nacimiento de Jesús: “Y ahí está tu parienta Isabel: también ella, en su vejez, ha concebido un hijo, y ya está en el sexto mes” [Lc 1, 36]) y la Virgen María, a sabiendas que para ella el calendario litúrgico comprende más de doce fiestas: la Inmaculada Concepción (8 de diciembre); María, Madre de Dios (1 de enero); Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero); la Visitación (31 de mayo); santa María, consoladora de los afligidos (el sábado que sigue al cuarto domingo de Pascua); el Corazón Inmaculado de María (el sábado de la tercera semana después de Pentecostés); Nuestra Señora del Monte Carmelo (16 de julio); la Asunción (15 de agosto); Reina Virgen María (22 de agosto); Virgen María Mediadora (31 de agosto); Natividad de la Santa Virgen (8 de septiembre, fecha que ha permitido fijar la de la Inmaculada Concepción nueve meses antes, el 8 de diciembre); Nuestra Señora del Rosario (7 de octubre); Presentación de la Virgen María (21 de noviembre); fechas a las que habría que agregar todas aquellas que conciernen a María: Natividad del Señor, Sagrada Familia, Epifanía, Pentecostés, fiesta del muy Sagrado Sacramento.

La fiesta de la Natividad de la Virgen María es muy antigua, puesto que se celebraba en Roma desde el siglo VII.  El canto del Introito, Salve, sancta parens, subraya el carácter inseparable de María y de Jesús en el plan divino: Salve, Santa Madre, que pariste virginalmente al Rey que rige los cielos y tierra por los siglos de los siglos. De mi corazón brotó una oración excelente: mis obras son para el rey. La liturgia aplica a María lo que los libros santos dicen de la Sabiduría eterna, que es el Verbo “por el que todo se ha hecho”. Como Cristo, María preside a toda la obra de la creación, porque fue escogida desde siempre para darnos al Salvador. Dios pensaba sobre todo en ella y en su hijo al crear el mundo.

El ciclo litúrgico celebra la Presentación de la Virgen María en el templo de Jerusalén. Esta fiesta reposa en una piadosa tradición que tiene su origen en dos evangelios apócrifos, en los cuales se señala que la Santa Virgen fue presentada en el Templo de Jerusalén a la edad de tres años *  El primer documento que ha tratado la cuestión de la presentación de María en el templo a la edad de tres años es el Protoevangelio de Santiago, compuesto por un cristiano hacia la mitad del siglo II (ver G. Bonaccorsi, Vengili apocrifi, Florencia, 1948, tomo I, pp. 71-75). y que vivió ahí, hasta sus esponsales, con otras jóvenes y con las santas mujeres que las dirigían.

La Anunciación

Seis meses antes de la Anunciación, el ángel Gabriel anuncia a Zacarías, en ese entonces sacerdote en servicio en el templo de Jerusalén, que tendrá un hijo que preparará al Señor un pueblo bien dispuesto. Pero para María el lugar del anuncio es uno muy diferente. Es el ángel Gabriel quien viene a visitarla a su propia casa (Lc 1, 26-38): En el sexto mes (tras la concepción de Juan el Bautista anunciada a Zacarías por el ángel Gabriel), el ángel Gabriel fue enviado de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre de la casa de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. Esta diferencia de lugar sugiere que, a partir de ese instante, Dios quiere hacerse presente ante los hombres no solamente en el santuario, sino de una manera totalmente nueva, en el corazón mismo de su existencia *  Feuillet, P. André, P.S. Sulp., Le Sauveur Messianique Et Sa Mère Dans Les Récits De L’Enfance De Saint Matthieu Et De Saint Luc, Divinitas, abril, 1990, p. 108 y siguientes. Nota: lo esencial del comentario de la Anunciación está extraído de este estudio, así como de Jésus et sa mère d’après les récits Lucaniens de l’enfance et d’après Saint Jean. Le rôle de la Vierge Marie dans l’histoire du salut et la place de la femme dans l’Eglise, del mismo autor (J. Gabalda y Cía. Eds., 1974, pp. 20-21). Esta indicación es válida para todos los demás párrafos, hasta después del titulado “María Corredentora”.. Y el ángel Gabriel saluda a María cambiando su nombre: Entró a su casa y le dijo: “Salve, llena de gracia…”. Notemos de paso el empleo, en español, del singular utilizado para la palabra gracia. Aclara el significado del saludo. El ángel Gabriel no habla de gracias, como si se tratara simplemente de nombrar las numerosas virtudes de María, o incluso como si quisiera decir que es graciosa. Ella está “llena de gracia”, es decir, de favor divino *  Recordemos que las palabras “llena de gracia” de Lc 1, 28 son uno de los principales fundamentos escriturarios del dogma de la Inmaculada Concepción. Está claro que no hay que comprender: has sido llenada de la gracia divina y, en consecuencia, el Señor está contigo, sino más bien: has sido llenada de la gracia divina porque el Señor está contigo. En Isaías 7-8 es gracias a la accción anticipada del Emmanuel (porque “Dios está con nosotros”) actuando en la historia desde antes de nacer que son derrotados todos los proyectos forjados en contra de la dinastía davídica: “Urdid un plan, y se deshará; decid una palabra, y no se cumplirá, porque Dios está con nosotros” (Is 8, 10). Es también por la acción anticipada del Emmanuel, del cual la Virgen María está destinada a convertirse en madre (“porque el Señor es contigo”), que María será colmada de la gracia divina y preservada, desde su concepción, de la caída original.. Es así como Gabriel anuncia a María la obra prodigiosa (el misterio de la Encarnación) que a través de ella Dios se prepara a cumplir en la historia de la salvación. Después viene el final del saludo en el que el verbo se sobreentiende “…El Señor (es) contigo”. Se trata de una fórmula frecuente en la biblia griega (Gn 21, 22; 26, 3; 26, 24; 31, 3; Éx 3, 12; Jue 6, 12…) que la mayor parte del tiempo, sobre todo como en este caso en el que el verbo está ausente, expresa la presencia certera de un socorro divino excepcional en circunstancias particularmente importantes para la historia de la salvación. Así comprendemos mejor la emoción de María al escuchar aquel saludo del ángel que  rayaba en la modestia: Al oír tales palabras, ella se turbó, preguntándose qué querría significar este saludo. El ángel la tranquiliza diciendo: Tranquilízate, María; porque has encontrado la gracia de Dios. Y Gabriel declara a María que está destinada a ser la Madre del Salvador mesiánico. Lo hace por medio de palabras que se inspiran de varios pasajes mesiánicos del Antiguo Testamento: Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús *  Jesús es el nombre del Salvador durante su carrera terrestre. Emmanuel es su nombre más importante, el que utilizará eternamente, y también al que se hace alusión al final del evangelio de Mateo: cuando Jesús resucita y está a punto de dejar a sus apóstoles, les promete “estar con ellos”  siempre (= Dios está con nosotros), hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).. Éste será grande, será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará por los siglos de los siglos en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin. Pero María pregunta al ángel: “¿Cómo va a ser eso, puesto que yo no conozco varón?”, interrogación que puede parecer extraña porque María estaba desposada a José, de la casa de David. Dicho de otro modo, es verdad que conocía a un hombre, pero lo que quiere decir con yo no conozco varón significa lo que el verbo conocer expresa siempre en esos contextos: tener relaciones conyugales *  Como en Gn 4, 1: Conoció el hombre a Eva, su mujer, que concibió y dio a luz a Caín; 4, 17: Conoció Caín a su mujer, que concibió y dio a luz a Henoc; 4, 25: Adán conoció de nuevo a su mujer, que dio a luz un hijo, al que puso por nombre Set.. Aunque desposada, María ha permanecido virgen y parece, como se desprende de estos propósitos, haber tomado ya desde antes la resolución de permanecer así *  María fue la Virgen, virgen de espíritu, virgen de cuerpo, en las tres fases de su vida: antes, durante y después del alumbramiento. La virginidad perpetua de María no es una tradición que ha florecido a causa de un amoroso respeto por la bienaventurada Madre de Dios. Es una verdad, y fue conocida desde tiempos antiguos. El evangelista Mateo nos ofrece, a este respecto, precisiones sin equívocos. En lo que concierne a la concepción y al nacimiento: “ (José) se llevó a casa a su esposa. Hasta el momento en que dio a luz un hijo no tuvo relaciones con ella. Y él le puso el nombre de Jesús” (Mt 1, 24-25). Y sobre el período que siguió al alumbramiento la Santa Escritura nos permite llegar a certezas sobre la virginidad perpetua de María (a la que se agrega la Tradición de la Iglesia). Mateo nos indica: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto” (Mt 2, 13), y “‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel; porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño’. Él se levantó, tomó consigo al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel.” (Mt 2, 20-21). En los tres casos Mateo precisa el niño y su madre, y no el niño y tu mujer. Si no lo utiliza, no es porque el término mujer esté proscrito en esa época. Por el contrario, se le encuentra frecuentemente en los evangelios: “El primero, ya casado, se murió (…) y le dejó la mujer a su hermano” (Mt 22, 25); “…el que despide a su mujer…” (Mc 10, 11); Lucas nombra  a Isabel, “mujer de Zacarías” cuatro veces seguidas (Lc 1, 5; 13; 18; 24) y más adelante, “Juana, la mujer de Cusa” (Lc 8, 3). Pero en todos los casos, y al igual que en el Antiguo Testamento, la palabra mujer significa que el matrimonio ha sido consumado. Los pasajes del Antiguo Testamento que precisan esto son incontables. Sólo señalaremos algunos: “…deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y vienen a ser los dos una sola carne” (Gn 2, 24); Sara es llamada mujer de Abraham (Gn 17, 15); y se le dice a Lot : “… toma a tu mujer y a las dos hijas que tienes…” (Gn 19, 15). Ahora bien, cuando se trata de María y de José, Mateo jamás utiliza la palabra mujer, sino su madre, su esposa: “su madre, María, está desposada con José” (Mt 1, 18); “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús” (Mt 1, 16); “… toma contigo al niño y a su madre…” (Mt 2, 13; 20-21). Al decir, con algunos años de intervalo, “toma al niño y a su madre”, el ángel nos muestra que María es la verdadera Madre de Jesús, pero que no fue la mujer de José. Siempre siguió siendo la Virgen, la desposada de José (Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 1, cap. 35). Por eso se pregunta: “¿Cómo va a ser eso, puesto que yo no conozco varón?”, o dicho de otro modo, “puesto que conservo mi virginidad”. Y la respuesta del ángel a su legítima pregunta le precisa no solamente el “cómo va a ser eso” sino que le informa también que va a realizarse el misterio de la Encarnación: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te envolverá en su sombra; por eso, el que nacerá será santo, será llamado Hijo de Dios. No nos queda más que comparar ese anuncio con este pasaje del Éxodo: “… la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria de Yahveh llenó el santuario” (Éx 40, 34-35). La nube que cubre el Santuario, símbolo de la trascendencia divina, corresponde al Espíritu Santo que viene a María o, incluso, a la virtud del Altísimo que la cubre. A la gloria de Yahveh que llena la tienda del encuentro corresponde la concepción sobrenatural en María de un ser que merece ser llamado Santo e Hijo de Dios, pues el ángel anuncia a María una maternidad propiamente divina.

Durante la Anunciación vemos que la Virgen María ha sido ya la primera beneficiaria de una revelación del misterio trinitario *  El relato lucano de la Anunciación muestra la maravilla de la Encarnación realizada gracias a la intervención de las tres personas de la Trinidad: 1) gracia a iniciativa del Padre: “El ángel Gabriel fue enviado de parte de Dios” (Lc 1, 26); 2) gracia hacia el propio Hijo de Dios que debe convertirse en el hijo de María, lo que no le impedirá seguir siendo hijo de Él y por lo tanto debe ser siempre llamado “Hijo del Altísimo” (Lc 1, 32); 3) gracia en la acción del Espíritu Santo que debe “venir sobre María” (Lc 1, 35), como debe venir sobre los profetas en Pentecostés, ya que el Espíritu es siempre, en las Escrituras, la fuente suprema de la vida., y por lo tanto anterior a la revelación de ese misterio inefable revelado a Juan el Bautista durante el Bautizo de Jesús, y a la gran manifestación de ese mismo misterio que se hace a la naciente Iglesia durante Pentecostés.

Hay todavía otra observación relacionada con la manera misma en que se opera la concepción de Jesús: gracias a una intervención todopoderosa del Espíritu Santo, María no es la Madre de un hombre convertido en Dios: es la Madre de un ser humano cuya persona ha sido siempre divina por las leyes mismas que han presidido su concepción: es la Madre de Dios. Encontramos aquí lo que constituye la originalidad más grande de la religión cristiana. No es un conjunto de enunciados doctrinales o de reglas morales, sino una Persona divina.

Y ahí está tu parienta Isabel: también ella, en su vejez, ha concebido un hijo, y ya está en el sexto mes la que llamaban estéril. Porque nada hay imposible para Dios. El anuncio hecho a María le informa entonces que su pariente está encinta de seis meses, la que nunca había tenido hijos y que incluso había pasado la edad de tenerlos. El final de este anuncio demuestra que, también en este caso aunque de forma diferente, Dios ha intervenido milagrosamente a favor de María, así como Yahveh había intervenido a favor de Sara y Abraham, pues, ¿es que hay algo imposible para Yahveh? (Gn 18, 14).

La escena de la Anunciación termina con el fíat de María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Más tarde, Jesús se mostrará completamente disponible; declarará que ha venido para servir (Mc 10, 45; Mt 20, 28; Lc 22, 27; Flp 2, 6-11). Tomando el título de “esclava del Señor”, María también entra en el plan divino de la salvación con sentimientos de disponibilidad total. Su fíat anuncia el “hágase tu voluntad” del Padrenuestro (Mt 6, 10), o incluso el “no se haga mi voluntad, sino la tuya” del Getsemaní (Lc 22, 42). En fin, su sumisión perfecta es la antítesis de la desobediencia de Eva. Eva había confiado en la serpiente; María confía en Gabriel. El mal que Eva había hecho creyendo en el ángel de las tinieblas, María lo suprime creyendo en el ángel del Señor. Es evidente que en la Anunciación no hay razones para renunciar a toda referencia a Eva, y ahora explicaremos por qué. En la realización del misterio de la Encarnación, la escena de la Anunciación fomenta la intervención del Espíritu divino que aletea sobre las aguas como una fuerza vivificante (Gn 1, 2). También fomenta la intervención de la Palabra todopoderosa de Dios para la cual nada es imposible. En Dios coinciden palabra y acción, y esta eficacia soberana de la Palabra divina ha estallado primeramente en la Creación: “Habló él y existieron” (Sal 33, 9). La Virgen María lo recuerda cuando se abandona a Dios, para quien decir y hacer son lo mismo: “hágase en mí según tu palabra”. Lo que significa que se abandona a la intervención del Espíritu anunciada por Gabriel. Parece que así somos reenviados discretamente a la primera creación, obra a la vez de la Palabra y del Espíritu divino (Gn 1), lo que hace que la Encarnación aparezca como el punto de partida de una nueva humanidad y María como una nueva madre de los vivos.

La Visitación

Por aquellos días (los días siguientes a la Anunciación del ángel Gabriel) María se puso en camino y se fue con presteza a una ciudad de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. La tradición sitúa esta escena en Ain Karem, donde se cree que vivían los padres del precursor (más o menos a seis kilómetros de Jerusalén). Apenas oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, ella quedó llena del espíritu santo y exclamó a voz en cuello: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y de dónde a mí esto: que la Madre del Señor venga a mí? Porque mira: apenas llegó a mis oídos tu saludo, el niño saltó de gozo en mi seno”. Es impactante que, del mismo modo que la Anunciación, la Visitación nos haga contemplar en María la nueva Arca de la Alianza que contiene en su seno al Verbo, Palabra de Dios. Recordemos que en el Éxodo Yahveh pide a Moisés que construya un Arca en la que se colocarán las dos tablas en las que está escrito el Decálogo, la Palabra de Dios. El Arca de la Antigua Economía gozaba de una veneración excepcional por parte del pueblo de Dios, del mismo modo en que María goza, primero por parte de su prima y luego de la humanidad entera, de una veneración excepcional. Es así como encontramos en el relato de la Visitación varios “parentescos” con el segundo libro de Samuel: “¿Cómo va a venir a mi casa el arca del Señor?” exclama David (2 Sam 6, 9), así como Isabel exclama “¿Y de dónde a mí esto: que la Madre del Señor venga a mí?”. Lo que sigue está lleno de reminiscencias de los libros de Samuel, particularmente las alusiones referentes al traslado del arca a Jerusalén (2 Sam 6). En los dos casos hay un viaje a las montañas de Judá (cfr. 2 Sam 6, 2 y Lc 1, 39) y manifestaciones de alegría (cfr. 2 Sam 6, 12 y Lc 1, 44); el sobresalto de Juan el Bautista responde a los brincos de alegría de David; “permaneció el arca de Yahveh en casa de Obededón de Gat durante tres meses” (2 Sam 6, 11) y “María se quedó con ella (Isabel) durante unos tres meses” (Lc 1, 56). Es así como María es identificada al Arca de la Alianza donde el Señor viene a morar.

La alegría del precursor en el seno de Isabel es una alegría de orden mesiánico. Lucas señala a todo lo largo de los relatos de la infancia que la alegría de la era mesiánica irrumpe con Jesús (Lc 1, 14; 28; 47; 2, 10). El sobresalto del Bautista en el seno de su madre se enlaza por sí mismo con este tema. Lo que es notable es que el Espíritu y la alegría lleguen a Isabel a través de Jesús vivo en el seno de María; en cierta manera son concedidos por medio de María: “Apenas oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno”. Es entonces por conducto de María que pasa el don del Mesías concedido a los hombres y las gracias ligadas a su venida. ¿No es entonces normal que sea proclamada por Isabel “bendita entre las mujeres”, es decir, más bendita que todas las otras mujeres, como ya se había dicho de Judit (Jdt 13, 18). Sin duda, el honor que toca en suerte a Isabel es ante todo la visita de su Señor presente en María, pero lo es también la misma visita de María: “¿Y de dónde a mí esto: que la Madre del Señor venga a mí?”.

Isabel termina el episodio de la Visitación haciendo un elogio a la fe de María: “¡Bienaventurada tú, la que has creído; porque se cumplirán las palabras que se te han anunciado de parte del Señor!” (Lc 1, 39-45). De hecho, la Virgen María es el modelo de los creyentes. San Juan, especialmente al final de su evangelio, nos presenta la fe como la actitud fundamental del discípulo de Jesús: “¿Porque me has visto has creído? ¡Bienaventurados los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29). No somos lo suficientemente conscientes, pero definitivamente la fe de María es exaltada de manera indirecta por su hijo durante su vida pública, cuando una mujer de entre la muchedumbre de Israel se dirige a él: “Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron”. Pero Jesús respondió: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 27, 28). ¿Quién ha escuchado y guardado mejor que María la palabra de Dios? Efectivamente, sin su fe, su maternidad física no le habría servido de nada. Pero, y el evangelio de Lucas lo presenta muy bien, María es el tipo de almas que escuchan la palabra de Dios y la conservan.

La respuesta que María da a su prima Isabel es este magnífico canto de acción de gracias:

El Magníficat

Tal vez lo primero que transpira este cántico del Magníficat pronunciado por María es su apacible humildad. Pero María no grita por todo lo alto lo que le sucede, sino que es su alma la que exalta al Señor y su espíritu el que salta de gozo en Dios su Salvador. Los lazos que existen entre el Magníficat y el cántico de la madre de Samuel han sido subrayados por todo el mundo. Pero mientras que el de Ana tiene desde el principio el acento de una triunfante revancha personal sobre sus enemigos: “mi poder se exalta en Yahveh; mi boca se abre contra mis enemigos” (1 Sam 2, 1), el de María está pleno de esa apacible humildad que la caracteriza: “porque puso sus ojos en la humilde condición de su esclava. Y así, desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.

También del Magníficat surge una cierta identificación entre María y la Hija de Sión. Las palabras “Mi espíritu goza en Dios mi salvador” (redacción griega) son un eco al canto de la colectividad de Israel sitiada por el opresor caldeo: “me gozaré en Dios mi salvador” (Hab 3, 18). La personal acción de gracias de María es al mismo tiempo la de todos los pobres (la porción escogida del pueblo de Israel), de todos los pequeños y, por supuesto, de todos aquellos que se reconocen como pecadores: “a los potentados derribó del trono, y elevó a los humildes…”. El Magníficat nos hace contemplar en María, Madre de Cristo, la realización perfecta de la “pobreza” evangélica, comprendida con la profunda significación que había adquirido poco a poco en el Antiguo Testamento y tal y como será expresada definitivamente en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos será el reino de los cielos” (Mt 5, 3).

Al final del Magníficat, la evocación de Abraham, en quien la nación elegida se concentró en sus orígenes, sugiere que ahora es en María donde el pueblo de Dios se ha recapitulado. Esta evocación de Abraham se empareja con las que ya habían sido hechas en el relato de la Anunciación: “hallar gracia ante los ojos de Dios” (Gn 18, 3 y Lc 1, 30) y “nada hay imposible para Dios” (Gn 18, 14 y Lc 1, 37). Se adivina que al acto de fe de Abraham, punto de partida del pueblo de Dios en la antigua alianza, se corresponde ahora el acto de fe de María, punto de partida del pueblo de la nueva alianza. Es gracias a la nueva alianza que a partir de ahora van a cumplirse las promesas hechas en la antigua alianza a Israel, a Abraham y a sus descendientes. En este sentido el Magníficat celebra la misericordia divina que se cumple.

El nacimiento de Jesús y el homenaje de los pastores

La misma estructura del relato de san Lucas en los dos primeros capítulos de su evangelio nos conduce a comparar los nacimientos del Bautista y de Jesús: el segundo triunfa sobre el primero en el sentido en que Cristo Nuestro Señor sobrepasa a su precursor. Ahora bien, por una paradoja extraordinaria, mientras que el primer nacimiento se desarrolla en un clima de alegría, el segundo nacimiento, el de Jesús, se lleva a cabo en la inopia total, tanto del niño como de su Madre, la Virgen María, en primer lugar. La miseria extrema que rodea el nacimiento de Jesús, a diferencia del nacimiento del precursor, hace presentir que será un Mesías pobre y sufriente. Sin embargo, aquí no es todavía Jesús el que sufre directamente; sufre por su Madre, obligada a realizar un largo y penoso viaje, y a buscar refugio en un establo. Esta miseria es aún más sorprendente porque está expresada de forma sencilla, sin frases grandilocuentes, como si fuera natural que aquel que deberá morir en una cruz en medio de indescriptibles sufrimientos a los que su madre se asociará, aparezca así en la escena del mundo: “María dio a luz a su hijo primogénito *  En griego bíblico, este término no implica necesariamente la existencia de hermanos menores, sino que subraya la dignidad y los derechos del niño., lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7).

Ciertamente, los relatos lucanos de la infancia son cristológicos, pero la Virgen María es indisociable de Cristo. La sorprendente señal que los ángeles dan a los pastores no apunta solamente a Cristo: “Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). Los pastores partieron en búsqueda del niño y lo encontraron con María y, por así decirlo, por María: “Fueron corriendo y encontraron a María, a José *  José es nombrado después de la Virgen porque no es más que el padre putativo de Jesús., y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16). Del mismo modo, podríamos decir que los hombres de hoy que buscan a Cristo lo pueden encontrar con María, por María. Al actuar así no se está dando un rodeo para llegar al Camino, a la Verdad y a la Vida, sino que se toma un atajo hacia aquel que es nuestro Dios y nuestro todo.

En fin, la actitud de María, tal como se describe en esta escena de la Natividad y tal como será retomada en la escena de la recuperación del templo, prefigura de forma maravillosa la orientación francamente contemplativa de la vida cristiana: “María retenía todas estas cosas repensándolas en su corazón” (Lc 2, 19; 51). Es tal vez en la escena de la presentación de Jesús en el templo donde mejor se nos muestra el resultado de la contemplación de María.

La presentación de Jesús en el templo

Obedeciendo a las prescripciones litúrgicas de su época, José y María presentan al niño Jesús para el rito de purificación. Ahora bien, cuando llegan al templo, un hombre justo y religioso toma al niño en sus brazos y bendice a Dios. Luego dice a María, su Madre: “Mira: éste está puesto para caída y resurgimiento de muchos en Israel, y para señal que será objeto de contradicción –y a ti una espada te atravesará el alma- para que queden patentes los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34-35). Se ha hablado frecuentemente de la espada del dolor. Pero la espada significa mucho más que un gran sufrimiento: simboliza una muerte violenta y ya desde entonces hace pensar en el atroz drama de la Pasión. Ahora bien, Simeón ve con anticipación esa espada, no hiriendo directamente al Mesías, sino atravesando el alma de su Madre: “y a ti una espada te atravesará el alma”. La unión de María con Jesús será tan fuerte que ella será atravesada por una espada mortal cuando se lleve a cabo el drama de la Pasión. Es así como la contemplación de Jesús atravesado por nuestros pecados provocará en su madre una especie de transfixión espiritual *  La transfixión es un procedimiento de amputación que consiste en horadar la parte que se va a amputar, para luego cortar la carne de adentro hacia afuera.. En la Virgen María será la realización perfecta, inigualable, de la vida cristiana contemplativa tal como la concibe el evangelista Juan: no cesar de mirar con fe y amor a aquel al que los pecados de los hombres han atravesado.

Jesús hallado en el templo

Los judíos de más de trece años debían subir al Templo de Jerusalén tres veces al año *  Durante las fiestas de Pascua, Pentecostés y Tabernáculos (Éx 23, 14-17; 34, 23; Dt 16,16).. Se podía llevar a los niños para que se fueran acostumbrando a estos rituales. Lucas da a entender que es de esta manera como Jesús, a los doce años, sube por primera vez a la ciudad santa. Al regreso del viaje hay un contratiempo. Jesús se queda en Jerusalén sin que María y José se den cuenta. Se ponen a buscarlo sumidos en la angustia y sólo al cabo de tres días, tres días de agonía, lo encuentran en el Templo, “sentado ante los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se quedaban asombrados de su talento y de sus respuestas” *  Lc 2, 46-47. Notemos de paso que María y José encuentran a Jesús como siempre se acaba encontrando a Dios (o Cristo) cuando se le busca con afán.. “Al verlo, se quedaron profundamente impresionados. Entonces su madre le dijo: ‘Pero, hijo: ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, llenos de angustia, te estábamos buscando’”. ¿Cómo no habrían sufrido al buscarlo, ellos que sin duda se acordaban bien de la crueldad magistral que había demostrado Herodes para matar al Mesías? Pero a Jesús le sorprende que lo hayan buscado durante tres días en otro sitio que no fuera el Templo. “Pero él les dijo: ‘¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tenía que estar en la casa de mi Padre?’. Pero ellos no comprendieron lo que les decía”. Ese “pero ellos no comprendieron lo que les decía” (Lc 2, 50) puede compararse a “su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de él” (Lc 2, 33). Estos dos comentarios podrían hacer pensar que José y María ignoraban totalmente la paternidad divina de Jesús. Pero no es este el caso. La Anunciación que el ángel hace a María y el anuncio que hace el ángel a José (Lc 1, 26-38 y Mt 1, 20-21) excluyen esta interpretación. La pregunta de Jesús confirma esta exactitud: “¿No sabíais…?”. Habrían podido responder que sí. Pero, acostumbrados a vivir con Jesús en el plano humano, de repente son invitados, sin ninguna transición, a elevarse hasta la esfera de la vida divina y hasta el plan de salvación del Padre que rige la existencia de su Hijo encarnado. Jesús emplea la palabra Padre con un nuevo sentido. María acaba de decir “tu padre y yo te estábamos buscando” y Jesús responde “necesito ocuparme de las cosas de mi Padre”. Todos los testigos de ese momento (sobre todo los doctores de la Ley) se encuentran ante la súper-inteligibilidad del evento, es decir que el esplendor enceguecedor de la gloria de Dios vela los ojos de los hombres ante las evidencias. María, llena de gracia, el Señor está con ella, esposa del Espíritu Santo, es la única que comprende cabalmente *  María poseyó la sabiduría desde su concepción inmaculada, pero “en la montaña” acogió los secretos de Dios y puede decirse que el Verbo moró en ella desde que existió. Varios santos y doctores de la Iglesia –entre los que se cuenta a Alberto el Grande- han concluido también que María –antes de acoger en su seno purísimo e inviolado la Palabra del Padre para revestirla de la carne de la cual será hecho el redentor- había tenido en su corazón y poseído en su corazón inmaculado la Palabra divina, desde el momento en que tuvo el alma inmaculada infundida en su carne, en el seno de Ana. Y la Palabra fue su verdadero Maestro antes de ser su Hijo.. Pero María, sin duda para no mortificar a José, al que la plenitud de la gracia no se le había acordado, se guarda el significado sublime de las palabras de su Hijo: “Su madre retenía cuidadosamente todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51).

Este episodio de Jesús perdido y hallado en el templo fue para María la ocasión de un enorme sufrimiento, que además se agregaba al que le había significado la profecía de Simeón.  Así se preparaban las durísimas separaciones del futuro: primero la que representará para ella la entrada del Salvador Mesiánico en su ministerio público. Y luego, sobre todo, la prueba incomparablemente más dolorosa que debía constituir el drama atroz de la Pasión.

Ya no tienen vino

El poder de la mediación de María se pone en evidencia en el relato de las bodas de Caná. Es importante situar históricamente esta escena. Jesús deja a su Madre, a quien hasta entonces estaba sometido, para comenzar su ministerio público. Encuentra al Bautista en Betania de Transjordania. Juan el Bautista lo reconoce y lo designa ante los ojos de algunos de sus discípulos como el cordero de Dios. Éstos lo siguen y, pocos días después, Jesús y sus primeros discípulos reencuentran a María en Caná, en Galilea, porque todos están invitados a un banquete de bodas. Pero falta vino. Este pequeño detalle se revela como catastrófico durante un banquete de bodas. La madre de Jesús le dice: “Ya no tienen vino”. ¿Cuál es la intención principal que anima a María al hacerle tal petición? ¿Es sólo para socorrer a la gente de la boda? Ante todo, lo que anima a María a formular su petición es que, sabiendo por su fe que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios, adivina que por fin ha llegado el momento de que manifieste su presencia ante el mundo, como Mesías y como Hijo de Dios: la teofanía que había acompañado al bautizo de Jesús en el Jordán, ministerio propio del precursor, ¿acaso no revelaba la inminencia de esta manifestación mesiánica? ¿Cómo no lo habría adivinado la intuición maternal de María? Una madre está ligada de manera extraordinaria a su hijo y siempre se muestra extremadamente atenta a todo lo que atañe a su vida y destino. Es evidente que no es para sí misma que María ha reclamado esta manifestación mesiánica. Su fe no tiene ninguna necesidad de eso. Es, en cambio, para esos primeros discípulos que Jesús ha llevado consigo a Caná y cuyas convicciones son todavía vacilantes. Cuando Jesús hubo operado el prodigio, el evangelista anota que “sus discípulos creyeron en él”. Evita decir que María también creyó en él. Sin embargo, lo que el evangelista sugiere muy bien es que la fe de María, que según san Lucas es el punto de Partida de la realización del misterio de la Encarnación, se encuentra en el punto de partida del ministerio público de Jesús y de la fe cristiana: María creyó antes que todos los discípulos y su fe incluso provocó el signo que condujo a los discípulos a la fe. La respuesta que Jesús da a su Madre podría parecer dura, aunque no podamos imaginar que se lo haya dicho con dureza: “¿Mujer, qué tienes tú que ver conmigo (a partir de ahora)? Todavía no ha llegado mi hora”, como queriendo decir “antes, tú me mandabas y yo obedecía. Era sumiso. Ahora sigo mi misión. Pertenezco a mi Padre”. Pero su manera de responder seguramente expresó su consentimiento ante la oración de su Madre, puesto que ésta se dirige a los sirvientes de la siguiente manera: “Haced todo lo que él os diga”. La utilización del término “Mujer” y (ya) no del término “mamá” significa que a partir de ese momento los lazos con su madre se han transformado en algo mucho más elevado. Jesús llama a su Madre “Mujer” porque es la nueva Eva asociada al nuevo Adán para la salvación del mundo (Lc 2, 51). La parte final de la respuesta de Jesús “Todavía no ha llegado mi hora” nos remite a la Pasión y a la Resurrección que anuncian el momento adecuado de la gran manifestación mesiánica. Pero, ¿podía María comprender que la hora de Jesús era en Caná? No obstante María conserva esta actitud de fe que nos recuerda el “hágase en mí según tu voluntad”. Dice a los sirvientes: “Haced todo lo que él os diga”. Es tras esta expresión de la confianza total de María cuando Jesús realiza el milagro que ella desea. Al expresar su fe en Jesús, María apresura o, más bien, ejecuta, la venida de la Hora de Jesús. María aparece entonces como la mediadora entre Dios y los hombres. Es ella que ha dado Dios al hombre y que ha dado el hombre a Dios instruyéndolo a través de su amor. Es la Puerta Santa que se abre con benevolencia cuando un hijo de Dios toca con amor. Y entre más humilde y sencillo es el espíritu que se vuelve hacia ella, más se apresura a abrirle y a acogerle. Sosteniendo a sus hijos con sus brazos de madre, los acoge para enseñarles la sabiduría y el amor.

En la Hora de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”

El papel de Madre espiritual de los discípulos de Jesús, ya inaugurado en forma anticipada en Caná, va a ser desempeñado plenamente por María en el Gólgota. La hora de Jesús ha llegado. Es también la hora del alumbramiento metafórico del nuevo mundo que los profetas atribuyen a la nación elegida, a la cual personifican como una mujer, esposa de Yahveh, denominada hija de Sión o Sión. Jesús acaba de ser puesto en la cruz. Los soldados se reparten sus ropas mientras dura el suplicio de la crucifixión. Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y de pie junto a ella al discípulo a quien él amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 25-26). María es ante los ojos de Cristo la hija de Sión a la que atribuye la maternidad metafórica sobrenatural que los profetas habían predicho. A María que ve morir a su hijo en la cruz, a María, la nueva Eva, Dios le da un nuevo hijo “en lugar de Abel, a quien mató Caín” (Gn 4, 25). Pero el nuevo hijo que Jesús da a su Madre sobrepasa la persona de Juan y se extiende a todos los discípulos de Cristo, miembros de su cuerpo místico. Efectivamente, los cinco episodios relativos al calvario de los que da cuenta san Juan (Jn 19, 17-37) comportan todos, además del sentido literal del evento, un sentido teológico y mesiánico mucho más profundo que el autor nos deja la misión de adivinar. El titulus fijado en la cruz (Jn 19, 17-22) sugiere la realeza de Cristo. La repartición de las ropas (Jn 19, 23-24) sugiere el sacerdocio de Cristo y la unidad de la Iglesia. La sed de Cristo (Jn 19, 28-30) sugiere el don del Espíritu. La perforación de la lanza (Jn 19, 31-37) (la transfixión) nos dice que Cristo es el cordero pascual de los cristianos. Es por eso que la escena del adiós de Cristo a su Madre no puede limitarse a un simple alcance humano y familiar. Con esas palabras de Cristo, Jesús nos hace comprender que María, su Madre, se convierte en el Calvario en la Madre espiritual de los cristianos. Tras haber dado a luz físicamente el cuerpo de Cristo en Belén, María se convierte en el Gólgota en la Madre de la Iglesia, en el cuerpo místico de Cristo.

En la Hora de Jesús, “Ahí tienes a tu madre”

En el Antiguo Testamento la nación elegida tiene como misión dar un Salvador a la humanidad, sin que sin embargo sea llamada nunca Madre del Mesías. Además, los profetas presentan frecuentemente a la Hija de Sión como la Madre del nuevo pueblo de Dios (pero no del Mesías en persona). Ahora bien, sólo es gracias a María que la nación elegida y la Hija de Sión han cumplido la función que Yahveh les había asignado en la historia religiosa del mundo. Lo sugieren los relatos lucanos sobre la infancia, puesto que María con su Magníficat ve en lo que le sucede el cumplimiento de las promesas hechas a Abraham y que ella misma es presentada, con palabras veladas, como una especie de encarnación de la Hija de Sión.

Desde lo alto de la cruz, Jesús nos enseña hacia quién debemos ir para no quedarnos solos: hacia María, que es nuestra Madre. “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27). De todo lo que ha podido ser expresado líneas antes se deduce que las palabras dirigidas a san Juan también están dirigidas a nosotros, personalmente a cada uno de nosotros. Por su amor filial único hacia María, Juan es el “prototipo” de sus hijos. Y si volvemos a ser como niños pequeños podremos entrar en el Reino de los cielos *  Mc 10, 14-15 : « Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis; pues el reino de Dios es de los que son como ellos. Os aseguro que quien no recibe como un niño el reino de Dios no entrará en él”.. Sin embargo, no creamos que podemos entrar en el reino de los cielos como chiquillos valientes que ya saben caminar solos. Confiemos nuestra infancia a nuestra Madre. Ella nos llevará en su seno, en su corazón. Nos alimentará con la leche de su amor. María es nuestra Madre, no en un sentido simbólico sino real, porque es madre aquella que da la vida. María, arca de la alianza del pueblo cristiano, nos ha dado la vida y, en consecuencia, el Espíritu Santo, es decir, lo que mantiene la vida en nosotros. Más aún, María nos hace portadores de Cristo e incluso otros tantos Cristos, según la frase de san Pablo: “no soy yo quien vivo, sino Cristo que vive en mí”.

En fin, por su maternidad y por su mediación, María aparece como el arquetipo de la Iglesia. Porque la Iglesia es también Madre y mediadora, aunque en un plano inferior *  En la antigua economía el arca de la alianza guardaba en el Santo de santos la presencia misteriosa de Yahveh. Esta presencia era el gran tesoro de la nación elegida. Era su orgullo y también su fuerza. Se apoyaba en esta fuerza, sobre todo en los momentos críticos. Ahora bien, dos veces en los relatos lucanos (Lc 1, 35 y 43) se nos sugiere ver a María como una nueva arca de alianza, la de la era de gracia y, por lo tanto, la de la Iglesia. Por otra parte, no es más que unida indisolublemente a Jesús que María amerita ese título de arca de la alianza. María, arca de la alianza de los cristianos, es la fuente oculta de su vida y su gran socorro, sobre todo en tiempos de crisis. Así se nos demuestra cómo María, ella misma en la Iglesia puesto que está llena de gracia, está sobre la Iglesia, al igual que una madre está sobre su hijo. Porque María, a través de su fíat absoluto que creó ese lazo poco común con Dios Trinitario, sobrepasa con creces a la Iglesia. Eso es precisamente lo que hace que la Iglesia invoque sin cesar la intercensión de María.. María es el modelo perfecto de la Iglesia. Es volviéndose cada vez más y más parecida a María como la Iglesia ejecuta cada vez más la intención de su Fundador: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que tú me has enviado (…) Padre quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado y así contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado desde antes de la creación del mundo” (Jn 17, 21-24).

María, Corredentora

Por nosotros, María participó en los sufrimientos de Cristo, el Redentor de la humanidad. Esa agonía duró treinta y tres años *  Unida al Espíritu de la Sabiduría, María supo desde la concepción del niño cuál era el destino que le estaba reservado al Salvador. Y todo eso por nosotros, los hombres: por nosotros, la pena de hacer sufrir a José, que no estaba todavía al corriente de la concepción virginal cuando María volvió de casa de Isabel y cuando su embarazo comenzó a notarse; por nosotros, el alumbramiento en un establo miserable; por nosotros, la profecía de Simeón que remueve la hoja en la herida, reavivando y profundizando la herida de la espada; por nosotros, la huida a tierras extranjeras; por nosotros, las ansiedades de toda una vida… y alcanzó su punto culminante al pie de la cruz. Aunque el evangelista san Juan no suelta prenda del sufrimiento de María en el relato de la Pasión, éste se insinúa claramente en el anuncio de un pronto retorno del que Jesús habla a sus apóstoles durante la última cena: “Cuando la mujer va a dar a luz siente tristeza, porque llegó su hora; pero apenas da a luz al niño, no se acuerda ya de su angustia, por la alegría de haber traído un hombre al mundo” (Jn 16, 21). En boca de Jesús hay una asociación entre la hora de María y su propia Hora, ya evocada en las bodas de Caná.

La Corredención es una colaboración en la redención de la tierra, es decir, del género humano, para liberarla de la servidumbre del pecado y de la muerte. María, a través de su sufrimiento y de su sacrificio, ha participado en la redención de la humanidad a través de Cristo. Es lo que expresa insistentemente el Apocalipsis de san Juan: “Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Está encinta y grita por los dolores del parto y por las angustias del alumbramiento” *  Ap 12, 1-2. Nota : sería un error considerar que estos dos versículos no hacen ninguna alusión a la Virgen María, del mismo modo en que sería un error considerar que estos dos versículos sólo hacen alusión a la Virgen María. El texto del Apocalipsis de san Juan es uno de los más difíciles de todo el Nuevo Testamento. Efectivamente, una visión apocalíptica es algo muy diferente de un relato histórico. No se puede explicar convenientemente el Ap 12 si no se admite desde el principio que el autor ha provocado una especie de choque y fundido en una visión única realidades íntimamente unidas, sin duda alguna, pero perfectamente distintas. Es así como ha fundido juntos el nacimiento físico de Cristo en Belén y su nacimiento metafórico en el Calvario, lo que le permite hablar de los atroces dolores del alumbramiento. Pero la mujer coronada de estrellas que alumbra a Cristo es también una personificación del pueblo de Dios, y en particular de la Sión ideal de los profetas, tal y como lo muestra la clarísima referencia de Ap 12, 5 a Is 66, 7, en la que Sión da a luz al pueblo mesiánico.. Tal vez lo que más sorprende en este relato del Apocalipsis es que Juan, en lugar de describir directamente la pasión de Cristo, no habla más que de la Compasión de su Madre torturada por el alumbramiento. Todo sucede como si la Pasión de Jesús y la Compasión de María fueran una sola cosa. Encontramos el mismo fenómeno en la profecía de Simeón. Es verdad que, tanto en un caso como en otro, Jesús  sigue siendo el único Salvador de los hombres. Pero tanto en un caso como en otro, los sufrimientos de su Madre son considerados como inseparables de sus propios sufrimientos redentores. Redentor y Corredentora: nuevo Adán y nueva Eva, por la salvación de la humanidad.

María, reina de los apóstoles y del sacerdocio

Tras la Ascensión de Nuestro Señor los apóstoles volvieron entonces a Jerusalén (…) entraron y subieron a la habitación donde se alojaban Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón de Zelotes y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con (…) María, la Madre de Jesús (Hch 1, 12-14). En ese momento los apóstoles no han recibido todavía el Espíritu Santo que les dará la fuerza de proclamar, hasta el martirio, el reino de Dios; de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra; de testimoniar la muerte y la Resurrección de Cristo. Matías acaba de ser elegido en lugar de Judas. Ahí están todos, los doce, con María, Madre de Jesús, Madre de la Iglesia. María reza con ellos en la habitación de arriba. Es como una mamá que sostiene la mano de hijo para impedirle caer y hacerse daño. Y ese hijo es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Pues no es posible perseverar en Cristo si la gracia no se fortifica a través de la ayuda de la Madre llena de gracia. Aquel que ha recibido el encargo de conducir a ese hijo, de sostener su mano en cierto modo, está también ahí: Pedro, el primer papa. Algunos días antes Jesús había recordado a los apóstoles lo que les había enseñado: porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo dentro de no muchos días (Hch 1, 5). Al llegar el día de Pentecostés estaban todos reunidos en el mismo lugar cuando de repente vino del cielo un estruendo como de viento que irrumpe impetuoso y llenó toda la casa donde estaban. Y vieron que sobre cada uno de ellos se posaban sendas lenguas como de fuego. Todos ellos se sintieron llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diversas lenguas, según como el Espíritu les concedía expresarse (Hch 2, 1-4). María, la Hija de Dios, la Madre de Dios, la Esposa de Dios está ahí, presente, en medio de los apóstoles. Ella, la Virgen incorruptible, es coronada por esa efusión del Espíritu. En medio de los apóstoles es su reina. ¡Ah, cuánto bien hace acurrucarse en el seno de una reina tan dulce, de una mamá tan tierna! ¡Ah, qué grande y qué santo es confiarle su ministerio a ella, la reina del sacerdocio! ¡Ah, cómo agrada a la Santísima Trinidad recibir la oración a través de ella, acordar por su intercesión las gracias divinas a sus apóstoles, a sus sacerdotes y a todos sus hijos!

La Asunción

El final de la vida de la Virgen fue la Vida gloriosa e inmediata; es decir, el Señor envió a sus ángeles para elevarla, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo. Existen fundamentos dogmáticos en este evento: aquella que había portado al Viviente no podía conocer la muerte, y aquella que no había sido profanada en su humanidad no podía conocer la profanación del sepulcro. A esto se agrega el que María era parecida a Eva antes de la falta. Preservada de la falta la Virgen María debía ser preservada también de la pena, es decir de la corrupción de la muerte. A través de la Asunción de la Virgen el Señor enseña a los creyentes una verdad que nos anima a creer en la resurrección de la carne y en la recompensa de una vida eterna y bienaventurada para los justos. Es también para que creamos que es en el Cielo donde se encuentra el corazón de la Madre de los hombres, palpitante de amor ansioso por todos nosotros, justo y pecadores, deseosa de tenernos a todos a su lado en la patria bienaventurada por toda la eternidad.

Las primeras referencias a una fiesta que celebra la muerte y la glorificación de María datan del siglo V, en el santuario mariano de Getsemaní *  Lo cual no significa de ningún modo que el culto haya esperado hasta el siglo V para comenzar.. Durante el siglo VI la fiesta del 15 de agosto es admitida de manera unánime en Jerusalén y se extiende por todo el imperio de Oriente por edicto del Emperador bajo la denominación “Dormition” o “Descanso” *  Parece que Francisco prefería la Asunción de entre todas las fiestas dedicadas a la Virgen María. Acostumbraba prepararse con un ayuno especial de 40 días. Sin duda, es a él a quien puede atribuirse la suspensión de la abstinencia, acordada a los “hermanos y hermanas de la Penitencia” ese día, como en las “fiestas más importantes”, cada vez que esta solemnidad caía en un día de abstinencia previsto por su regla. Pues ese día todo debía ceder ante la alegría del honor acordado a María.. Los primeros textos dudan entre el empleo del término Resurrección o el de Asunción. Finalmente, nuestro soberano Pontífice el papa Pío XII proclama en 1950 el dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María: “… la Virgen Inmaculada, preservada por Dios de toda mancha de pecado original, terminando el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por el Señor como Reina del universo, para conformarse más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” *  Pío XII, Constitución Apostólica Munificentissimus Deus (1 de noviembre de 1950)..

EL AMOR ESPECIAL DE FRANCISCO HACIA LA VIRGEN MARÍA

Todos los biógrafos de Francisco testimonian la veneración ardiente e incluso extraordinaria que profesaba hacia la Virgen María. Francisco, hombre sencillo, es decir, sin recurso a la ciencia libresca, va a introducirse por medio de la oración y la meditación en el corazón de los misterios de María. Por lo tanto no hay que esperar encontrar en Francisco una exposición de la doctrina mariana claramente formulada a la manera de los tratados de teología, y menos aún encontrar un estudio exhaustivo o incluso sistemático de estos problemas. Sin embargo, Francisco comprendió el lugar preponderante de la Virgen en el plan de salvación de Dios. Sus palabras y sus escritos nos ofrecen los frutos de su oración bajo una forma espiritual tan personal, tan original, tan única, que incluso hoy esos textos merecen particular atención por nuestra parte *  Lo esencial (por no decir la totalidad) de las líneas que siguen ha sido extraído de la obra de Kajetan Essser editada por las Ediciones Franciscanas en 1958, Thèmes spirituels, ofm, pp. 149-178 (versión castellana: Esser, Kajetan, Temas espirituales, Arantzazu Ediciones Franciscanas, España, 1980)..

María y Cristo

“Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad” (2C 198), “y por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella” (LM 9, 3). Estas palabras tan sencillas de los biógrafos nos descubren el fundamento más profundo de la veneración que Francisco profesaba a María. La Encarnación del Hijo de Dios era la base de toda su vida religiosa y, durante toda su vida, se esforzó con ahínco en seguir las huellas del Verbo hecho carne. Era entonces normal que sintiera un agradecido amor hacia esta Mujer única que puso a Dios al alcance de nuestra condición humana, pero que, más aún, “(hizo) hermano nuestro al Señor de la majestad” *  Precisamente estas palabras muestran que san Francisco señala un desenlace y un hito en la piedad de la Iglesia de la Edad Media. Siguiendo a toda la piedad anterior ve todavía en Cristo al “Dominus majestatis” (el Señor de la majestad), al Maestro que domina toda la creación, tal y como es representado en la “majestas Domini” del arte antiguo y del de la Alta Edad Media. Pero Francisco sabe también –y es esto lo que lo une al nuevo estilo de piedad cristocéntrica- que según el Evangelio (Mt 12, 50 y 25, 40-45) el Hijo de Dios se ha convertido a través de su Encarnación en el hermano de todos los redimidos (1R 22). La maternidad divina de María le ofrece la posibilidad de unir estos dos aspectos.. De ahí se desprende la estrecha colaboración de María en la obra de nuestra Redención: también a ella le debemos el haber encontrado gracia ante Dios.

La Encarnación del Hijo del hombre a través de María provoca en Francisco una acción de gracias. Agradece y alaba con alegría al Padre celestial por haberle acordado a María la gracia de la maternidad divina. Ve en esta gracia –y en ella sola- el primer y más importante motivo de alabanza y veneración hacia ella: “Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es honrada, como es justo, es porque lo llevó en su santísimo seno” (CtaO 21). Hay que recordar que en la época de Francisco la herejía cátara niega la Encarnación del Hijo de Dios, en virtud de su principio dualista; al mismo tiempo reduce a nada la participación de María en la obra de la Salvación. Del mismo modo, para que su piedad mariana traduzca bien su pensamiento contrariamente a esos errores, Francisco no deja de subrayar frecuentemente, sin equívoco, la maternidad real de la Virgen: “Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y tan gloriosa, fue anunciada por el mismo altísimo Padre desde el cielo, por medio del santo ángel Gabriel, y vino al seno de la santa y gloriosa Virgen María, en el que recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad (2CtaF 4). En el “Saludo a la Madre de Dios” Francisco glorifica esta auténtica maternidad divina de María con una verdadera letanía: aclama en términos concretos y sugestivos: “Palacio y Tabernáculo de Dios”, “Casa y vestido de Dios”, “Sierva y Madre de Dios” *  El hermano W. Lampen, ofm, ha reunido todos los títulos con que Francisco honra a María (De S. Francisci cultu Angelorum et Sanctorum, en Archivum Franciscanum Historicum XX, 1927, p. 12) y llega a la sorprendente conclusión de que no ha empleado ninguno más de una vez. Ve en esto un signo de la originalidad poética y del amor inventivo de san Francisco.. Estas expresiones muestran bien la preocupación por salvaguardar en la cristiandad de la época, amenazada por la secta de los cátaros, la imagen auténtica de María.

Ahora intentemos despejar lo que, en ese primer aspecto de la piedad mariana de Francisco, guarda un significado válido para todas las épocas. Primero subrayemos lo siguiente: Francisco no ve nunca a María de forma aislada, despegada de ese misterio de la maternidad divina que funda por sí solo su papel en el cristianismo. Lo importante para san Francisco en su veneración hacia María es resaltar concretamente el misterio de Cristo Hombre-Dios. Además se puede afirmar que subrayando en ese punto la maternidad física de María, Francisco ha mantenido en la vida cristiana, en la piedad y en la ascesis una imagen nítida, dinámica y arrebatadora del Jesús de la historia, siempre inseparable del Señor resucitado y subido a los cielos, como lo testimonian las Escrituras. De ahí la ausencia, en el culto mariano de Francisco, de toda abstracción, de toda ciencia conceptual. Siempre parte de lo concreto, de lo palpable, del hecho histórico y, por lo tanto, de la revelación divina; porque ésta se manifiesta en los eventos palpables y concretos de la historia de la Salvación. Es justamente gracias a esto que la piedad mariana de san Francisco debía marcar de manera vital y durable todo el porvenir de la Iglesia.

María y la Santa Trinidad

Francisco tiene consciencia nítida de que en la vida de María todo proviene de Dios. Francisco nunca glorifica a María sin glorificar al mismo tiempo al Dios Uno y Trino que lo ha escogido entre todos los demás y que lo ha colmado de gracias sin par. Francisco nunca ve ni contempla a María sola, por sí misma, ni tampoco únicamente en sus relaciones particulares con Cristo; siempre sobrepasa ese plano para considerarla en sus relaciones concretas y vitales con la trinidad: “¡Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, Virgen hecha Iglesia, elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Defensor, en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien!” (SalVM 1-3). Constatamos una vez más que todos los atributos de María objeto del elogio de Francisco nos llevan al misterio central de su vida: la maternidad divina; pero esta maternidad es, en la humilde Virgen, la obra de Dios Trinitario. Incluso su virginidad perpetua está centrada en la maternidad divina. La virginidad hace de María el “vaso purísimo” en el que Dios puede verterse con toda la plenitud de su gracia para realizar en ella el gran misterio de la Encarnación. La virginidad no es entonces un valor en sí mismo *  ¿Acaso no nos arriesgaríamos a confundir virginidad y esterilidad si se hiciera de la virginidad un valor en sí mismo? sino que es receptividad pura para la acción divina que la fecunda con una fecundidad humanamente incomprensible. Por eso es “consagrada por él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Defensor”. La acción del Dios Trinitario no deja de mantener esta fecundidad: “…en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien”.

Francisco hacía recitar en cada una de las horas del oficio una antífona que había compuesto. Esta expresa aún más nítidamente las relaciones vitales entre María y la Trinidad: “Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu santo” (Ant 1-2). La obra de la gracia divina en María es otra vez exaltada aquí con los calificativos apropiados. Los dos primeros calificativos son claros y no presentan ninguna dificultad: los encontramos ya frecuentemente empleados en la tradición anterior de la Iglesia. Pero debemos observar con más detenimiento el tercer atributo: “esposa del Espíritu Santo”, de empleo tan corriente hoy *  W. Lampen ha estudiado la obra del jesuita C. Passagli, “De immaculato Deiparae semper Virginis conceptu” (tomo I, Nápoles, 1855), donde encuentra una lista de seiscientos títulos acordados a María por los autores eclesiásticos de Oriente y Occidente. Ahora bien, precisamente, no encontró el epíteto en cuestión. Supone entonces, con todo derecho, que san Francisco fue el primero en emplearlo.. Francisco penetra, hasta su sentido más profundo, todas las aserciones del Evangelio a propósito de María. Luego, en su oración, traduce en claro lo que en el mensaje del ángel Gabriel está dicho de forma velada. María se convierte en Madre por la operación del Espíritu Santo. Porque, siendo Virgen, se ha abierto totalmente a esta acción o, como dice san Francisco, “en toda pureza” se ha convertido en “Madre del Hijo” en tanto que esposa del Espíritu Santo. Sobre todo en esta parte, la profundidad de la intuición, que va hasta el corazón mismo del misterio, nos aparece en san Francisco como el fruto de la contemplación. Efectivamente, según Celano, la humildad del Señor en su Encarnación lo embarga a tal punto que apenas podía pensar en otra cosa. Nunca se cansaba de pensar en este misterio. Era capaz de consagrar noches enteras a la oración, a alabar “al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre” (1C 24).

María y el plan de Dios

Porque es la Madre de Jesús, Francisco gusta de invocar a María como “la madre de toda bondad” (1C 21). Por eso se establece cerca de Porciúncula, santuario dedicado a la Madre de Dios, porque esperaba todo de su bondad: “después de Cristo, depositaba en ella toda su confianza” (LM 9,3). Es ahí, en ese santuario de Porciúncula que, según la expresión de Buenaventura, concibió y engendró al Espíritu de verdad evangélica por los méritos de la Madre de misericordia. El santo doctor pone en relieve esta alegación mística relacionándola con el misterio de la Encarnación en el que María “engendró al Verbo lleno de gracia y verdad” (LM 3, 1, Lm 7, 3). Nunca se habrá penetrado más profundamente en el amor y la veneración de san Francisco hacia María. Pero este culto mariano no se limita a ardientes fórmulas de oraciones y a himnos de alabanza; desemboca en una preocupación constante de hacer suya por entero la actitud de María con respecto a la Palabra de Dios, al Verbo de Dios. Primero todo comienza con una concepción: al igual que María el hombre debe recibir en él la Palabra de Dios, acogerla con obediente fe, penetrar totalmente. Luego, esta concepción debe culminar en un alumbramiento: siguiendo siempre a María, el hombre debe, en la sumisión de su fe, engendrar la Palabra de Dios, darle forma y vida. San Buenaventura nota una suerte de paralelismo del misterio de la Encarnación del Verbo en María y en Francisco. No habría podido encontrar un lenguaje más feliz y más penetrante para expresar la orientación mariana de la vida angélica del Poverello. San Buenaventura no introduce en la biografía del fundador de la Orden concepciones teológicas extrañas. Basta con releer la carta de Francisco a todos los fieles del mundo: desvela su pensamiento con una rara abundancia. En las primeras líneas (2CtaF 4-5) describe el nacimiento del Verbo divino del seno de la gloriosa y santa Virgen María. Pero no es solamente en María que se realiza este nacimiento divino: tiende a reproducirse místicamente en el corazón de los fieles. Más adelante, en la misma carta, Francisco interpreta este misterio en sorprendente síntesis, en un lenguaje muy suyo: “somos sus madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera, y lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para los demás por el ejemplo” (2CtaF 53). En primer lugar podría creerse que Francisco se limita a exponer una concepción más bien ascética de este misterio. Pero en el mismo contexto encontramos otra afirmación, ligada íntimamente a la que concierne a la maternidad espiritual: “somos sus esposos cuando el alma fiel se une a Jesucristo, por el Espíritu Santo” (2CtaF 51). El misterio de la maternidad espiritual se funda y se enraíza en el misterio paralelo de la intimidad nupcial creada por el Espíritu Santo entre Cristo y el alma fiel *  Jesús nos lo enseña con vigor : « Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49-50).. Esta maternidad no se desarrolla entonces únicamente a golpe de esfuerzos, de hazañas ascéticas; es también y en primer lugar un don sobrenatural del amor de Dios en el Espíritu Santo.

El nacimiento de Cristo en el corazón de los fieles no es más que un aspecto de esta maternidad. Efectivamente, para Francisco, a través de esta vida cristiana, es decir, a través de la “práctica del bien, de la luz y el ejemplo” hacia el prójimo, hay que dar a luz a Cristo en los otros. Aquí, la función maternal de una vida cristiana personal desemboca en la Iglesia entera para engendrar la vida en ella. Francisco habla con frecuencia de esta función maternal del fiel en la Iglesia; es así como aplica “a sus hermanos sencillos e iletrados” esta frase de las Escrituras: “La estéril da a luz siete veces” (1 Sam 2, 5) y le hace el siguiente comentario: “Estéril es mi hermano pobrecillo, que no tiene cargos de engendrar hijos en la Iglesia. Ese parirá muchos en el día del juicio, porque a cuantos convierte ahora con sus oraciones privadas, el juez los inscribirá entonces a gloria de él” (2C 164).

Lo que se ha realizado en la maternidad de María para salvación del mundo se prolonga aún y siempre con la acción sobrenatural del Espíritu Santo en el corazón de los fieles. ¿No es ese, en el fondo, el misterio mismo de la Iglesia en el que participan los fieles? Francisco sabe que participa de esta gracia que contempla en María. Sabe que esta misma obra de gracia deberá realizarse en la Iglesia por él y por los suyos. Sobre todo y en primer lugar, María es para él la Madre de Cristo; es por eso que la ama con indecible amor. Maternidad divina, ese es el misterio que sus ojos disciernen en los fieles “que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21), y participan así en la función maternal de nuestra Madre la Iglesia. Llegando a este punto podemos resumir el ideal mariano de Francisco con esta fórmula: vivir en la Iglesia como vivió María.

LA VIRGEN MARÍA, HUMILDE SIERVA DEL SEÑOR

Artículo 9

La Virgen María, humilde sierva del Señor, siempre atenta a su palabra y a todas sus mociones, fue para San Francisco centro de indecible amor, y por él declarada Protectora y Abogada de su familia *  2C 198.. Los Franciscanos seglares den testimonio de su ardiente amor hacia Ella, por la imitación de su disponibilidad incondicional, y en la efusión de una confiada y consciente oración.

La última parte de este capítulo intentará no hacer “repeticiones inútiles” respecto a todo lo que ya ha podido exponerse en las líneas precedentes. También, y como el aspecto de la disponibilidad de la Virgen ya se ha desarrollado suficientemente durante este capítulo (ver sobre todo el fíat de la Anunciación), sin por lo tanto olvidarlo, insistiremos primero en una de las formas concretas de la piedad mariana de Francisco, a saber, la pobreza de la Virgen. Gracias a eso constataremos que la piedad mariana de Francisco no se da en su vida como un cuerpo extraño y aislado. Tanto exterior como interiormente forma una sola cosa, una unidad indisoluble con su ideal de imitación de Cristo, sobre todo en lo que concierne a la altísima pobreza. Luego descubriremos por qué Francisco quiso elegir a la Virgen María como protectora y abogada de su familia. Y finalmente profundizaremos en la manera de testimoniar a María, tanto personal como comunitariamente, nuestro amor por Ella.

María, la señora pobre

Según Tomás de Celano, la humildad del Señor en su Encarnación embargaba a Francisco a tal punto que apenas si podía pensar en otra cosa (1C 84). Nunca se cansaba de pensar en ese misterio. Esta acción del amor divino, acogida por María con el corazón lleno de fe, con un sí sin reservas, elevaba a la Madre de Dios por encima de todas las criaturas a los ojos de Francisco. Así le cantaba a esta “Señora Santa, muy santa Reina”, a esta “Señora del mundo” (LM 2, 8). Pero Francisco pone énfasis en otro título de nobleza otorgado a María, fruto del primero: para él es la “señora pobre” (2C 83). Pero incluso este título no tiene para él un valor autónomo y aislado: ve en la pobreza de María una réplica concreta de la de Cristo. Es el signo de una comunión deseada, total, de María con el destino de su Hijo. María y los discípulos de Jesús han participado en esta pobreza redentora de Cristo. Francisco, a su vez, quiere participar con todos aquellos que quieran seguirlo. Cuando  exige a sus hermanos una vida de pobreza y mendicidad les recuerda el ejemplo de Cristo, que “fue pobre y huésped y vivió de limosna, como también la bienaventurada Virgen y sus discípulos” (1R 9, 5). También denominaba a la pobreza como la reina de todas las virtudes, porque brilló con tanto esplendor en el Rey de Reyes y en su Madre, nuestra Reina (LM 7, 1).

Francisco veía en María a aquella que ama por sobre todo la vida evangélica de pobreza. En su opinión, ella acordaba más importancia a ese tipo de vida que a cualquier marca exterior de veneración. Un día, el hermano Pedro Cattani, Vicario de la Orden, viendo que afluían a Santa María de Porciúncula multitudes de hermanos extranjeros se sintió muy abrumado por tener que alimentar a todo el mundo, pues las limosnas no eran suficientes. Entonces dijo a Francisco: “Hermano, no sé qué hacer cuando no alcanzo a atender como conviene a los muchos hermanos que se concentran aquí de todas partes en tanto número. Te pido que tengas a bien que se reserven algunas cosas de los novicios que entran como recurso para poder distribuirlas en ocasiones semejantes”. “Carísimo hermano, respondió Francisco, lejos de nosotros esa piedad que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la Regla”. “¿Y entonces qué debo hacer?”, replicó el hermano Pedro Cattani. Francisco respondió: “Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado” (2C 67). Tal relato nos muestra cuán en serio tomaba Francisco la imitación de la pobreza de María, pero también cómo esta pobreza se integraba en una vida enteramente conforme al Evangelio.

María, protectora de la Orden

San Buenaventura cuenta que Francisco, en los primeros años posteriores a su conversión, residía con mucho gusto en Porciúncula, iglesia dedicada a la Virgen Madre de Dios, y que en sus oraciones le suplicaba insistentemente que fuera para él una “abogada” llena de clemencia (LM 3, 1). No la quería para él solo, sino también para sus hermanos, como bien nos dice Tomás de Celano: “Pero lo que más alegra es que la constituyó Abogada de la Orden *  Advocata, es decir, a la vez protectora y abogada, que favoriza y que defiende. Esta invocación se encuentra en el Salve Regina (siglo XI) y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar” (2C 198). Para Francisco y para los hermanos menores, que habían renunciado a todos los bienes de este mundo, el término de abogada no podía tener sino un significado espiritual *  En la época de Francisco, e incluso antes, ciertas órdenes propietarias de grandes cantidades de bienes llamaban a un abogado para que las representase ante los tribunales seculares. El abogado debía protegerlas y, si era necesario, defenderlas contra todo tipo de violencia o usurpación exteriores. A lo largo de los años esto propició abusos en más de una ocasión. Por eso los cistercienses renunciaron por principio a los abogados (aunque algunas veces se arrepintiesen) y eligieron a María como abogada de su Orden.. María debía representar a los hermanos ante el Señor, cuidarlos y protegerlos en todas las peripecias y crisis de su existencia. A la protección que Francisco brindaba a la Orden se agregaba la intercesión de María ante el Dios Trinitario. Esta intercesión se expresa tanto a nivel de la acción de gracias como a nivel de la redención de los pecados.

Entonces Francisco se dirige a ella, “a la gloriosa Madre, la beatísima siempre Virgen María” para suplicarle humildemente, en presencia de todos los ángeles y de todos los santos, que lo ayudase, a él y a todos los hermanos menores, a agradecer a “Dios, Eterno y Santo”, “como le agrada a Él” (1R 23, 6) por sus gracias inmensas, por su obra de Salvación. A la cabeza de toda la Iglesia triunfante se digna a presentar en nuestro nombre esta acción de gracias a la eterna Trinidad.

En la divina alabanza “a la beatísima siempre Virgen María” Francisco confiesa también todas sus faltas, sobre todo sus incumplimientos a la vida evangélica exigida por la Regla y sus infidelidades. Notemos que las confiesa a la Virgen María tras haberlas confesado a Dios Trinitario y antes de hacerlo a todos los otros santos. Hace esta confesión pues no ha “dicho el oficio según manda la regla, por negligencia o por enfermedad o porque (es) ignorante e inculto” (CtaO 39). Es sobre todo a propósito de sus incumplimientos hacia Dios que se dirige con total confianza a su “abogada”, para que lo tome bajo su protección. Esta petición se expresa con gran profundidad en la Paráfrasis del Padre Nuestro: “Y perdónanos nuestras deudas, por tu inefable misericordia, por el poder de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos” (ParPN 7).

Testimoniemos a María un ardiente amor

El artículo 9 de nuestra regla nos invita a testimoniar a María un ardiente amor. Nuestra regla, siempre concisa, práctica y abierta a la vez nos orienta a hacerlo de dos maneras concretas: primero, imitando la disponibilidad total de María a su Señor; luego, gracias a una oración confiada y atenta a la Virgen María.

El mejor resumen de la disponibilidad total de María se encuentra en la respuesta que dio al portavoz de Dios Trinitario el día de la Anunciación: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Gracias a su sí se convierte corporalmente en la Madre del Señor. Pero este hecho biológico es una realidad teológica, porque es la realización del contenido espiritual más profundo de la alianza que Dios quería concluir con Israel. Es lo que el evangelista Lucas deja entender de manera maravillosa en la proclamación de Isabel, “Bienaventurada tú, la que has creído” (Lc 1, 45) y en la respuesta de Cristo a la interpelación de la mujer: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). ¿Quién mejor que María ha creído en la Palabra y la ha puesto en práctica? En las disposiciones de María reencontramos nuestras intenciones más importantes y graves: la voluntad de su Hijo, que el nombre de Dios sea glorificado, que venga su reino y que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo.

La veneración de María es la vía más segura y más rápida para acercarnos de manera concreta a Cristo. Meditando la vida de María en todas sus facetas aprendemos lo que significa vivir por Cristo y con Cristo en la vida cotidiana, en una proximidad que no presenta ninguna exaltación sino que conoce una proximidad interior perfecta. Contemplando la existencia de María nos colocamos también en la oscuridad que se impone a nuestra fe; sin embargo, aprendemos cómo estar constantemente listos cuando de pronto Jesús pide algo de nosotros. El empleo frecuente de las oraciones marianas nos conduce siempre a esa proximidad concreta con el Señor y con todo el misterio de la Redención. Vamos a indicar solamente tres de esas oraciones.

El Ave María sólo se compone de palabras de la Santa Escritura, salvo en la petición final: el saludo del ángel (Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo) y enseguida las maravillosas palabras de Isabel que nos muestran al mismo tiempo lo que es el verdadero culto mariano (bendita eres entre todas las mujeres, y bendito sea el fruto de tu vientre). La petición final que, junto con el concilio de Éfeso da a María el título cristológico de “Madre de Dios”, formula de la manera más sencilla posible la intención del cristiano pecador en la Iglesia: pide la intercesión ahora, y en la hora de la muerte, que todo lo decide.

Del mismo modo, el Ángelus no sobrepasa de ninguna manera lo que está dicho en la Biblia; las tres breves fórmulas son cristocéntricas: anuncio de la Encarnación, consentimiento de la Virgen y cumplimiento de la Encarnación en sí misma. Los tres Ave agregados nos hacen permanecer cerca de la criatura humana en quien se realiza el milagro de la Encarnación y gracias a esto poder entrar, por así decirlo, en el resplandor del milagro. Todo cristiano que ora así sabe que la Encarnación del Verbo le concierne también de forma inmediata, que debe realizarse también en él si es que quiere ostentar el título de cristiano.

Y finalmente, el Rosario. Es verdad que es una oración que no siempre es fácil y que no interesa a cada uno de la misma manera. Este modo de orar recoge toda la historia de la salvación, es la representación concreta de los misterios de la vida de Cristo: su juventud, el final de su vida pública con la pasión, su resurrección y su término, en la cual introduce también a María como arquetipo de la Iglesia: representación de la oración de Cristo al Padre y, finalmente, glorificación siempre nueva de la Trinidad, todo introducido por la profesión de fe completa. En la sucesión de Aves María se abre para el orante contemplativo un espacio casi infinito del mundo de la oración, un espacio que puede ser recorrido en todas direcciones. Pero, para no perdernos, María se nos da como punto de apoyo. En ella el misterio de la Trinidad sale a la luz por vez primera. Ella acompaña al Dios encarnado de la cuna al calvario, y aún más allá, a la vida glorificada. María, como ninguna otra, está asociada al encaminamiento de Jesús hasta la Asunción corporal que le es dada a ella en el cielo, la primera entre los creyentes que deberán seguirla algún día. Es también una oración compuesta de textos y aspectos puramente bíblicos y que, por esta razón, ha sido recomendada sin cesar a los cristianos en el transcurso de los siglos, tanto para la oración comunitaria como para la oración personal.

PREGUNTAS

¿He aprendido bien?

  1. Por una gracia excepcional del Señor, y sin mérito alguno por parte de María, ésta ha nacido sin mancha, Inmaculada Concepción. Sin embargo, hay méritos que son propios a la Virgen en sí misma. En efecto, durante toda su vida terrena la Virgen vivió con gracias en las que el Señor se complacía, gracias que estamos invitados a meditar y a imitar. ¿Cuáles son esas gracias?
  2. El secreto de los santos es ir hacia Jesús pasando a través de María, porque no es posible perseverar en Cristo si la gracia no se fortifica con la ayuda de María, llena de gracia. Francisco, que eligió a la Virgen como protectora y abogada de su familia, comprendió el lugar preponderante de la Virgen en el plan salvífico de Dios. ¿Puedo recordar cómo ve Francisco a María en el plan de Dios?
  3. Francisco dijo un día a Pedro Cattani que despojara el altar de la santa Virgen para solventar las necesidades materiales de los hermanos que venían a Porciúncula. ¿Cuál(es) es (son) la(s) razón(es) que invoca Francisco para justificar tal acto?

Para profundizar

  1. Es la Virgen María quien verdaderamente ha llevado al Señor en su seno. El arca de la alianza del Antiguo Testamento, que podía entonces pasar por una alianza definitiva entre Dios y los hombres, prefiguraba a María, Arca virginal de la nueva alianza, más preciosa que aquella que contenía el maná y las tablas de la ley. Este capítulo sobre la Virgen María, Madre de Jesús, inició con el magnífico cántico de Tobías (Tob 13, 11-14) que parecía dirigido a la ciudad de Jerusalén. ¿Puedo rehacer la lectura de ese cántico mostrando por qué la predicción de Tobías, en cada línea, se refiere a la Virgen María?
  2. Nuestra regla invita a los laicos franciscanos a testimoniar a María un ardiente amor imitando su disponibilidad total. En la condición humana que me es propia, ¿cómo puedo imitar a la Virgen María, humilde sierva del Señor siempre disponible a su palabra y a sus llamados?
  3. Nuestra regla invita a los laicos franciscanos a testimoniar a María un ardiente amor por medio de una oración confiada y atenta. ¿Sé disponer de tiempo para estar con Señor a través de María? Si mi respuesta es negativa, ¿Qué buena(s) disposición(es) puedo adoptar desde ahora para orar, con confianza y atención, a la Bienaventurada siempre Virgen María?
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Realizado por www.pbdi.fr Ilustrado por Laurent Bidot Traducción : Lenina Craipeau