Frère Rufin (portada)

Capítulo XI: Portadores de la paz, mensajeros de la perfecta alegría, miembros de Cristo resucitado

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El Evangelio refiere algunas palabras de Cristo que tratan sobre la paz y la alegría; palabras que, desde cierto ángulo, ¡pueden parecer enigmáticas! Efectivamente, cuando Jesús nos dice: “La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, la doy yo” (Jn 14, 27), da a entender que hay varios “tipos” o “clases” de paz. Sucede lo mismo respecto a la alegría: “Pedid y recibiréis, y así vuestra alegría será plena” (Jn 16, 24). Si existe una alegría que el Señor califica como “plena” es porque, probablemente, ¡existen otras alegrías que, por su parte, no lo son! Entonces, ¿cómo “desenredar” todo esto? Y, al fin y al cabo, ¿qué es la paz y qué es la alegría?

Tras haber respondido a estas preguntas descubriremos la alegre y pacífica audacia de san Francisco de Asís en algunos pasajes de su vida. Nos sorprenderemos con las “montañas movidas” y los “puentes construidos” por el Poverello.

Por último intentaremos comprender el porqué de la sorprendente relación entre un tema como la muerte y los temas de la paz y la alegría en el artículo 19 de nuestra Regla.

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GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS

La Paz original

En el jardín del Edén, antes de la caída, Adán y Eva vivían en una paz perfecta, una paz en verdad divina, porque vivían en perfecta armonía con Dios. Esta unión con Dios produce frutos que son excelentes por naturaleza: el primer fruto es la perfecta comunión entre Adán y Eva. En el Edén no encontramos concupiscencia: Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza (Gn 2, 25). El segundo fruto de la unión con Dios es la armonía entre la humanidad y el mundo en el que se le ha puesto: Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles gratos a la vista y de frutos sabrosos (Gn 2, 9). Y esta comunión perfecta con Dios vuelve imposible lo que hoy llamamos los males de la humanidad: la guerra, la enfermedad y, finalmente, la muerte.

Ahora bien, el pecado del hombre es la única causa de la ruptura de las relaciones con su Creador: Oí el ruido de tus pasos por el jardín, y tuve miedo… y me escondí (Gn 3, 10). Y esta principal y terrible ruptura provoca otras tres clases de divisiones:

  1. La división del hombre en sí mismo: el hombre sabe que ha pecado gravemente. Se instala entonces en su alma un malestar que lo persigue y lo tortura: tuve miedo… y me escondí. Esta reacción traduce el estado de perturbación general que reina entonces en el hombre. El hombre siente disgusto en su alma al tomar consciencia de su falta. Con frecuencia traducimos este estado con la expresión “sentir desasosiego”. De hecho el hombre, al ya no estar en paz con Dios, tampoco está en paz consigo mismo.
  2. La división entre los hombres: Es la mujer que me diste por compañera la que… (Gn 3, 12). Esta acusación de Adán hacia su mujer traduce el rechazo del otro. “El otro” es “responsable y culpable”. Se le percibe como una amenaza a su propia existencia. Este comportamiento es en general el origen de todas las guerras, de todos los odios y de todos los divorcios. Esta división entre los hombres traduce también un desprecio de sí mismo pues, de manera implícita, la ausencia de amor hacia su hermano revela la ausencia de amor por sí mismo. Nunca se tiene la suficiente consciencia de esta realidad, pero el prójimo es forzosamente una parte de sí mismo. Una de las frases de Adán subraya esta noción de unidad entre todos los seres humanos: ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! (Gn 2, 23). El texto no apunta solamente a la relación conyugal, sino que se extiende a la humanidad entera. Si hago mal a mi semejante también me hago mal a mí mismo, pues el mal que le hago tiene como consecuencia el desfigurarme.
  3. Por último, la división entre la humanidad y la creación: al principio el Señor dio al hombre el dominio de todo lo que lo rodeaba: Hagamos al hombre a nuestra imagen, semejante a nosotros y domine sobre todo lo que está vivo y sobre toda la tierra (Gn 1, 26). Es el primer estado en las relaciones del hombre y de la creación. El segundo estado, tras la caída, es el que conocemos. Se le describe en el mismo libro: Por haber desobedecido maldita será la tierra por tu causa; con trabajo sacarás de ella el alimento… espinas y cardos te producirá (Gn 3, 17-18).

Insistamos desde ahora sobre este aspecto de causa y efecto. La ruptura del hombre con Dios es la causa de otros tipos de divisiones que, por su parte, son las consecuencias de la ruptura. Desde ese momento adivinamos que no habrá paz verdadera más que a condición de una restauración de la comunión perfecta del hombre con Dios. Es por el mérito del sacrificio de Cristo como nos aseguramos esta reconciliación.

En las siguientes líneas veremos que el Altísimo nos revela lo que es la paz verdadera. La revelación de esta paz se inscribe en la historia santa de forma cada vez más luminosa, con el fin último de la reconciliación del hombre caído con su Creador, Redentor y Salvador.

La paz, don de Dios

En el Antiguo y el Nuevo Testamento se dice “Buenos días” o “Adiós” a través del saludo shalom (salamalec en árabe). Todos los bienes materiales y espirituales están comprendidos en este saludo: expresa la vida en armonía con el prójimo, pero también la integralidad de un ser o de una sociedad, la salud, la prosperidad material y espiritual, la fecundidad, en pocas palabras, el bienestar y la felicidad. La paz se opone a lo que está mal. Estar en paz es el estado del hombre que vive en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con Dios. Concretamente es bendición, reposo, gloria, riqueza, salvación, vida. Jamás hay que minimizar el bien que constituye esta paz “terrestre”. Se trata de un bien en sí mismo, que debe buscarse por todos y para todos.

Sin embargo en la historia santa la paz, concebida en primer lugar como una felicidad terrestre, aparece como un bien cada vez más espiritual, en razón de su origen celeste (Jue 6, 23-24). El hombre obtiene este don divino a través de la oración confiada, pero también haciendo justicia, pues no hay paz sin justicia. Entonces el don de la paz requiere la supresión del pecado en el corazón del hombre, pues mientras perdure el pecado no habrá paz verdadera. Ese es el objeto de la acusación de los profetas hacia los falsos profetas que proclaman una paz sin justicia: Curan a la ligera la herida de mi pueblo, diciendo: ¡Paz! ¡Paz! cuando no hay paz (Jr 6, 14).

Los oráculos amenazantes de los profetas hacia el pueblo que se pierde en el pecado se terminan por lo general con el anuncio de la restauración enjundiosa de la paz, y esta paz anunciada y tan esperada tiene un nombre y un rostro: Porque nos ha nacido un niño, se nos ha dado un hijo, que lleva al hombro el principado y es su nombre: Consejero Portentoso, Héroe Divino, Padre Sempiterno, Príncipe de paz (Is 9, 5). Es este niño el que dará una paz sin fin (Is 9, 6), el que abrirá un nuevo paraíso, pues él será la paz (Miq 5, 4). El siervo doliente realiza este evangelio de Salvación (Nah 2, 1): él era traspasado por nuestras rebeliones, aplastado por nuestras iniquidades. El castigo que nos valía la paz caía sobre él y por sus cardenales éramos sanados (Is 53, 5). También sabemos proclamar (en las misas dominicales, al inicio del rosario…) el cántico que los mismos ángeles hicieron resonar en el cielo de Belén la noche de la primera Navidad (Lc 2, 14)…

Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad

Cristo, paz y salvación de la humanidad: la esperanza de los profetas y de los sabios se convierte en una realidad concedida en Jesucristo, pues el pecado es vencido en Él y por Él. En el momento de su nacimiento los ángeles anuncian la paz a los hombres. De hecho, en boca de Jesús, el deseo de paz terrestre se convierte en anuncio de una salvación. Como buen judío Jesús dice: ¡Vete en paz! pero con esta palabra Él, el Salvador, devuelve la salud a la hemorroísa (Lc 8, 48), redime los pecados de la pecadora arrepentida (Lc 7, 50), marcando así su victoria sobre el poder de la enfermedad y del pecado * La paz y la salvación son dos temas que Isaías asocia: ¡Qué hermosos en los montes los pies del mensajero, pregonero de la paz (…) pregonero de la salvación! Al escribir sobre Francisco, san Buenaventura comenta el célebre versículo de esta manera: anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación (LM 3, 2). Tomás de Celano, por su parte, nos refiere el origen del nombre atribuido al hermano Pacífico al momento de su entrada en la Orden de hermanos menores. La anécdota ilustra bien esta relación entre la paz y la salvación. Antes de su encuentro con Francisco, aquel que se convertiría en el hermano Pacífico vivía en el pecado (se había prostituido entero a la vanidad, nos precisa Celano). Su encuentro con Francisco provoca su conversión. Entonces, al día siguiente (de su conversión) san Francisco le vistió el hábito, y, como a quien ha sido devuelto a la paz del Señor, le pone el nombre de hermano Pacífico (2C 106).. Y sin embargo esta salvación que Él nos da viene a trastornar la “paz” de este mundo: Fuego he venido a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! (…) ¿Pensáis que yo he venido a poner paz en la tierra? Nada de eso –os lo digo yo-, sino discordia (Lc 12, 49-51). Es más que evidente que Jesús no hace la apología de la guerra o de la discordia, sino que anuncia sin rodeos que el pecado, al que ha venido a destruir, va a “defenderse” y a “hacerle la vida imposible” a todos aquellos que siguen a Jesús. Y las “armas” de aquellos a los que invita a seguirlo para construir la paz en el mundo no tienen nada en común con las de los hombres. Esas armas se llaman: Fe, Esperanza pero, por encima de todo, Caridad, es decir, Amor a Dios y amor al prójimo. Se trata entonces de amar a su prójimo por amor a Dios. Este amor “al otro” sobrepasa con creces nuestras propias visiones humanas. De manera natural, tenderíamos a limitarnos sólo al amor hacia el prójimo que es “como nosotros”, es decir, que tiene el mismo color de piel, la misma cultura, la misma religión, o bien hacia aquel que, aunque diferente, se encuentra al otro extremo del mundo, porque es muy fácil amar a alguien que jamás nos molestará en nuestra vida cotidiana… Ahora bien, como Jesús lo expresa claramente en la parábola del buen samaritano (el samaritano, ese extranjero de dudosa religión que los judíos despreciaban), Dios anunció la paz de Jesucristo mostrándose como el Señor de todos (cristianos, musulmanes, judíos o paganos…, y también de los sin religión): “¿Cuál de estos tres te parece que vino a ser prójimo del que había caído en manos de los ladrones?”. El doctor de la ley respondió: “El que se compadeció de él”. Díjole entonces Jesús: “Pues anda, y haz tú lo mismo” (Lc 10, 29-37).

Cristo es nuestra paz: por el don de sí mismo, Cristo procura la paz entre todos los hombres: Pues él es nuestra paz, el que de los dos pueblos (Israel y paganos) hizo uno, derribando el muro medianero de la separación, del odio (Ef 2, 14). Pero esto va mucho más lejos y también mucho más alto: Cristo permite a todo creyente, justificado por el don de sí mismo en la cruz, reconciliarse con Dios y reencontrar la íntima unión con Dios que se perdió con la caída de Adán. El pecado de nuestros primeros padres había provocado una ruptura entre el hombre y su creador. A causa de su pecado el hombre se había alejado de Dios, provocando una distancia infinita entre Dios y el hombre. Hay que subrayar al respecto que en todas las religiones no cristianas, y también en el Antiguo Testamento, el culto rendido a la divinidad manifiesta siempre una distancia que separa al dios de sus fieles (Moisés se cubrió el rostro, porque temía fijar su mirada en Dios [Éx 3, 6]). Ahora bien, por medio de su Encarnación y de su sacrificio Dios se acercó a nosotros. Cuando llega la hora de Jesucristo, no sólo el velo del templo se desgarra (pues ya no tiene nada que ocultar), sino que Dios establece en nosotros su morada: Si uno me ama, guardará mi palabra, mi Padre lo amará y vendremos a él para fijar morada en él (Jn 14, 23) * Puede releerse con provecho, en el capítulo 2 del presente manual, el apartado titulado “La paz mesiánica”..

Por último, por medio de su resurrección Jesús restaura al hombre en su condición primera y lo eleva a la de hijo de Dios: (Hermanos), Dios, rico como es en misericordia, por el mucho amor con que nos amó, también a nosotros, muertos por nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo –pues de gracia habéis sido salvados-, con él nos resucitó y con él nos sentó en el cielo por Cristo Jesús (Ef 2, 4-6).

La paz de Cristo: cuando la tristeza se abate sobre los discípulos que van a ser separados de su Maestro, Jesús los tranquiliza: La paz os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27). Remitiéndonos a lo anteriormente escrito vemos que la paz de Cristo es muy diferente de la paz de este mundo. Jesús precisa que esta paz ni siquiera está ligada a la presencia corporal, sino a su victoria en el mundo. Victorioso ante la muerte Jesús da, con su paz, el Espíritu Santo y el poder sobre el pecado: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados… (Jn 20, 22-23). Y yo mismo que estoy leyendo estas líneas, ¿jamás he sentido, al salir del confesionario, ese alivio inmenso, esa paz interior profunda “inversamente proporcional” al “peso” de las faltas cometidas? En la tierra la Iglesia es el lugar, el signo y la fuente de la paz entre los pueblos, pues es el Cuerpo de Cristo y la dispensadora del Espíritu. Además la Iglesia no duda en invitar a los fieles, al final de cada misa, a ir en la paz de Cristo.

La paz escatológica: por último, sólo el reconocimiento universal del Señorío de Cristo en todo el universo durante el último advenimiento establecerá la paz definitiva y universal. A la espera de ese último día, mientras que el pecado no haya muerto en todo hombre, la paz sigue siendo un bien que debe alcanzarse y construirse sin cesar por cada uno y cada una de nosotros.

Interesémonos ahora en otro fruto del espíritu: la alegría…

Las alegrías de la vida

Las alegrías sanas de la vida son fundamentalmente buenas puesto que son un don de Dios. Dios no condena más que las alegrías perversas, las que se persiguen haciendo el mal (Prov 2, 14), en particular la malvada alegría que la desgracia del justo provoca en sus enemigos: que no diga mi enemigo: “Lo he podido”, y goce mi opresor, si yo perezco (Sal 12, 5).

En el Antiguo Testamento Dios hace de las alegrías de la vida humana un elemento de sus promesas y castiga la infidelidad a través de su privación. Encontramos diversos grados en esas alegrías de la vida humana: hay la alegría humilde que experimenta el hombre en el fruto de su trabajo, la de regalarse un poco al alimentarse y beber, a condición de hacerlo con mesura; esas alegrías permiten al hombre olvidar los males de la vida. Hay las alegrías ruidosas de las grades ocasiones. Hay también otras alegrías, tan íntimas, que no pueden comunicársele al prójimo. Hay también la alegría del corazón por dar o recibir una palabra amable o una mirada condescendiente. En cuanto a la alegría con la que una mujer, por su gracia y su virtud, colma a su marido, es la imagen de las más grandes alegrías de la vida: como se goza el esposo con la esposa, se gozará contigo tu Dios (Is 62, 5).

Pero hay otras alegrías que sobrepasan a las alegrías de la vida: son las alegrías del Evangelio y de la vida nueva.

Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo: un Salvador

Jesucristo anuncia la alegría de la salvación a los humildes y se la da por medio de su sacrificio.

La alegría de la salvación anunciada a los humildes: es en san Lucas donde se describe, de la manera más sensible, la alegría de la salvación. Comienza con el anuncio del ángel a María: ¡Salve, plena de gracia! El Señor es contigo (Lc 1, 28). Continúa con el salto de alegría del Precursor en el seno de su madre (Lc 1, 44). Como una especie de respuesta a éste, María exalta al Señor y su espíritu exulta en Dios su salvador (Lc 1, 46-47). Y en el momento del nacimiento de Jesús, el ángel del Señor tranquiliza a los pastores (presa de un gran temor) diciéndoles: No tengáis miedo. Porque mirad: os traigo una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo. Hoy (…) os ha nacido un Salvador… (Lc 2, 10-11).

En Jesús el reino de Dios está ya presente; es el anuncio del inicio de su predicación por los caminos de Galilea: Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el evangelio (Mc 1, 15). Jesús es el esposo cuya voz llena de gozo al Bautista: es el esposo el que tiene a la esposa; pero el amigo del esposo, que está con él y lo oye, se llena de alegría al oír su voz. Pues bien, esta alegría mía se ha cumplido ya (Jn 3, 29). Jesús nos pone en guardia: no pongamos nuestra alegría en un poder milagroso que puede concedernos la gracia a uno u otro de entre nosotros, y llama nuestra atención sobre el verdadero motivo de la alegría: …no os alegréis de (…) que los espíritus (malos) se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén ya inscritos en el cielo (Lc 10, 20). Por esto Jesús subraya la imperiosa necesidad de buscar el reino de Dios por encima de todo: El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. Un hombre lo encuentra y lo vuelve a esconder. Y se va lleno de alegría, vende cuanto tiene y compra el campo aquel (Mt 13, 44).

La alegría del espíritu, fruto de la cruz: Jesús, que exulta de alegría porque el Padre se revela a través de él a los humildes (Lc 10, 21), da su vida por esa gente humilde, sus amigos, a fin de comunicarles la alegría de la cual su amor es el origen: Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor (…) Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté con vosotros, y vuestra alegría sea perfecta (Jn 15, 9-15). Jesús va al Padre por medio de la cruz; los discípulos deberían regocijarse si es que lo aman: si me amarais, os alegraríais de que voy al Padre (Jn 14, 28) y comprender el objetivo de esta partida: os conviene que yo me vaya. Pues, si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16, 7). Gracias a ese don vivirán la vida de Jesús: Aquel día, comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn 14, 20). Y porque pidieron al Padre invocando el nombre de Jesús obtendrán todo del Padre. Entonces su tristeza se trocará en alegría, su alegría será perfecta y nadie podrá arrebatársela (Jn 14, 13 y siguientes; 16, 20-24).

La perfecta alegría

Si hay un apartado en este manual que necesita ser escuchado con los oídos de la fe, se trata de este. La definición que da Francisco de la alegría perfecta en el desenlace de la exposición que ofrece al hermano León (Flor 8, la cual, finalmente, no es más que una puesta en escena de la admonición 5), ¡siempre “desconcierta” al que la escucha por vez primera! Por otra parte se puede (¡se debe!) compararla a la última de las bienaventuranzas que Cristo anuncia: Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y cuando os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del hombre. Alegraos aquel día y saltad de gozo, porque mirad: vuestra recompensa será grande en el cielo… (Lc 6, 22-23). Para Francisco la alegría perfecta no está entonces en el ejemplo de santidad que pueda ofrecer un hermano menor. Tampoco está en las curaciones milagrosas que un hermano menor, por la gracia de Dios, pueda realizar para beneficio de la humanidad, o incluso en el hecho de expulsar a los demonios. Del mismo modo, la alegría perfecta no reside en el conocimiento de todas las cosas terrestres o celestes, ¡o incluso en el hecho de convertir la tierra entera a la fe de Cristo! La alegría perfecta consiste en soportar con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito y por su amor, todas las tribulaciones que un hombre puede aguantar. Francisco concluye dirigiéndose al hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: “¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?” (1 Cor 4, 7). Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice el Apóstol: “No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo” (Gál 6, 14).

Francisco pondrá la tribulación y las pruebas como condiciones requeridas para ser servidor del Altísimo: nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones (2C 118), pues la alegría sólo pertenece a la fe sometida a prueba: Considerad como motivo de gran alegría veros envueltos en toda clase de pruebas (Sant 1, 2).

Gloria al Altísimo, don de la Alegría y de la Paz

Para concluir la primera parte de este capítulo, recordemos primero el único motivo que invoca Moisés cuando va a buscar al faraón de parte de Yahveh para que el pueblo hebreo pueda salir de Egipto: …para que me rinda culto en el desierto (Éx 7, 16.26) * Referente a esto podemos releer con provecho el apartado titulado « La antigua alianza » del primer capítulo de este manual.. Este servicio divino, esta glorificación del Altísimo no es sólo una prefiguración de la nueva alianza sino que es también una prefiguración de la vida eterna que Dios ha prometido. El relato del apocalipsis nos desvela este “aspecto”, precisándonos que en esta glorificación eterna ya no habrá templo, ni sol ni luna pues “el templo es * El verbo, conjugado en singular en el texto del Apocalipsis (cuando son citadas dos personas como sujeto del verbo), muestra que el Padre y el Hijo son sólo uno. el Altísimo mismo y el Cordero”, para simbolizar que la renovación de los tiempos mesiánicos es la salvación que Dios aporta: Vino uno de los siete ángeles (…) y me dijo: “Ven, te mostraré a (…) la esposa del Cordero”. Me llevó en espíritu a un monte grande y elevado y me mostró la ciudad santa, Jerusalén * Se trata de la Jerusalén « de arriba » y no de la ciudad de Jerusalén. Esta última es, y seguirá siendo, una ciudad terrestre. Objeto de tantas veneraciones, sin embargo no es esta Jerusalén de abajo la que estamos llamados a conquistar y a poblar, sino la Jerusalén de arriba., que bajaba del cielo, de parte de Dios. Tenía la gloria de Dios (Ap 21, 9-10). No vi santuario en ella, porque su santuario es el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero. La ciudad no necesita del sol ni de la luna para que la iluminen, porque la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero (Ap 21, 22-23). Habrá entonces para todo hombre de buena voluntad la alegría y la paz divinas, eternas, ¡y qué paz! ¡qué alegría! Pues la Encarnación * La glorificación del Padre por su Hijo, la paz y la alegría se dan por anticipado a través de la Encarnación: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14) y Os traigo una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo (…) un Salvador (Lc 2, 10-11). y el sacrificio del Hijo de Dios * La glorificación del Padre por su Hijo, la paz y la alegría son, en el evangelio de san Juan, frutos de la Pasión y de la Resurrección de Cristo: con relación a la glorificación del Padre: Jn 13, 31-32; 14, 13; 17, 1. Con relación a la alegría: Jn 16, 21-22; 20, 20. Con relación a la paz: Jn 14, 27; 16, 33; 20, 19. nos hacen participantes de la divina naturaleza (1 Pe 1, 4). “Tal es la razón por la cual el Verbo se hace hombre, y el Hijo de Dios, hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo así la filiación divina, se haga hijo de Dios” * San Ireneo, Tratado contra las herejías, 3 19, 1.. “Pues el Hijo de Dios se hace hombre para hacernos Dios” * Santo Tomás de Aquino, opusc. 57 in festo Corp. Chr. 1.. Y el recipiendario del Apocalipsis concluye: Oí una gran voz que procedía del trono, la cual decía: “Aquí está la morada de Dios con los hombres. Morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos y la muerte ya no existirá, ni existirán ya ni llanto ni lamentos ni trabajos, porque las cosas de antes ya han pasado” (Ap 21, 3-4).

NO TENGÁIS MIEDO

Habiéndose perdido la familiaridad divina a causa de la falta del hombre, éste último tiene miedo de Aquel de quien es la imagen. Este miedo no tiene nada que ver con el santo temor de Dios: Oí el ruido de tus pasos por el jardín, y tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí (Gn 3, 10). Si este miedo revela el temor al justo castigo (que también tiene la vocación de ser salvador) contribuye sin embargo a mantener “el abismo separador” cuando el pecador rehúsa la contrición (me escondí). No es entonces comparable al santo temor de Dios que se conoce en una auténtica vida de fe. En ésta el temor de Dios se equilibra gracias a la confianza en Dios. Además, durante las manifestaciones divinas, la bienhechora palabra paterna surge del Espíritu de Amor: ¡No temáis!, dice a los patriarcas al notificarles sus promesas (Gn 15, 1; 26, 24). Los ángeles que el Altísimo envía para dirigirse a los hombres emplean fórmulas análogas. Por ejemplo cuando el ángel se dirige a Zacarías en el templo: No temas, Zacarías (Lc 1, 13). No tengáis miedo (Lc 2, 10), les dice también el ángel a los pastores antes de anunciarles la buena nueva del nacimiento del Salvador.

Ya hemos tenido oportunidad de decir que esta ruptura de la familiaridad entre el hombre y su Creador no carece de consecuencias en las relaciones humanas. Provoca la pérdida de confianza en mi semejante y los miedos inherentes que se derivan de ella. El prójimo es entonces percibido como una amenaza de la que debo, ante todo, protegerme. Rechazo del amor de Dios, miedo del prójimo: el corazón del hombre contiene en germen los ingredientes necesarios y suficientes para plantar barreras entre los hombres, para edificar murallas entre las naciones. Maléficas construcciones esas barreras, esas murallas, pues alimentan la tristeza, la infidelidad, los celos, la envidia, el robo, el homicidio y, por supuesto, ¡océanos de incomprensión! Nada como eso para crear guerras de “todo tipo”.

Francisco, por su parte, construirá puentes para ir al encuentro del prójimo, ¡hacia esos leprosos de “todo tipo” que me dan tanto miedo! En los acontecimientos de su vida podemos identificar encuentros con tres “categorías de leprosos”, “categorías” que tienen en común el alejamiento del prójimo: alejamiento del leproso físico, alejamiento del leproso moral y alejamiento del leproso espiritual * Retomamos aquí los tres adjetivos calificativos utilizados por el hermano Gwenolé JEUSSET (ofm) en su obra titulada Rencontre sur l’autre rive – François d’Assise et les Musulmans, Ed. Franciscanas, 1996 (un libro que debería ser leído por cada hombre del planeta, cualesquiera que sean su nacionalidad, creencias o nivel social. Nota del autor).. Ahora bien, descubriremos que la manera de actuar de Francisco de Asís está en lo opuesto del alejamiento. Pero mejor veámoslo.

Al encuentro del leproso físico

Ya hemos podido leer (en el capítulo 1 del presente manual) el acontecimiento determinante que suscitó la conversión de Francisco: el encuentro con el leproso. Antes de ese encuentro Francisco vivía en la despreocupación del hombre saludable, de aquel que no quiere ser molestado por el que carece de buena salud: como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos (Test 1). Y de hecho, cuando Francisco encontraba un leproso, volvía sobre sus pasos tapándose la nariz, con miedo de ser contaminado por el mal. Trataba así de poner la máxima distancia entre él y el enfermo. Es lo mismo que sucedía en los tiempos de Jesús; los reflejos de protección eran similares: los leprosos eran desterrados de las ciudades y encerrados en guetos de sufrimiento. Ahora bien, Jesús sale al encuentro de todos los desdichados que sufren en su cuerpo (leprosos, ciegos, lisiados…). Va incluso más allá: se deja tocar por los enfermos: todos los que tenían alguna enfermedad se le echaban encima para tocarlo (Mc 3, 10) y todos los que lo tocaron quedaron curados (Mt 14, 36). En la sanación de todos esos enfermos estamos en presencia de un fenómeno constante: hay un encuentro y un contacto físico con Jesús salvador. La sanación se vuelve posible, primero, por el hecho de que Dios se aproximó a nosotros de manera inimaginable: se encarnó, tomó nuestra condición humana. El segundo hecho es que la presencia de Jesús en la tierra permite a todos los afligidos precipitarse hacia Él para tocarlo. Para Jesucristo, la relación entre el hombre y su Creador pasa entonces por un encuentro en lo que tiene de más sensible: Jesús se deja tocar. E incluso, y sobre todo, ese contacto divino se traduce por otro don inimaginable. Jesús, personificación de la Santa Trinidad, se da como alimento: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros (Mt 26, 26, Mc 14, 22, Lc 22, 19). ¿No es sorprendente que en el episodio del beso al leproso que Francisco vivió se produzca el mismo fenómeno de encuentro-contacto, con la particularidad de que la distribución de roles no es lo que parece a primera vista? En esta página de la vida de Francisco, el leproso no es el que creemos: yendo un día a caballo (…) se cruzó en el camino con un leproso (TC 11). El leproso que sale a su encuentro es la imagen de Jesús, pobre y crucificado, “encarnado” en el leproso físico del relato. Es lo que sugieren los diferentes biógrafos bajo una forma u otra, así como el testamento de Francisco: en la Leyenda de los tres compañeros es este personaje quien viene al encuentro de Francisco y no a la inversa; en la Vida segunda de Celano (2C 9), así como en la Leyenda Mayor de san Buenaventura (LM 1, 5) el personaje del leproso acaba por desaparecer de la vista de Francisco, como si se hubiera tratado de una aparición sobrenatural. En el Testamento de Francisco (Test 2) es el Señor mismo quien conduce a Francisco entre los leprosos y no él quien se dirige de forma espontánea. El resto del relato nos hace descubrir la conversión de Francisco, es decir, su propia sanación. Da al leproso que le tiende la mano dinero y un beso, es decir, no solamente el medio material de la limosna, sino también el amor que la acompaña, trascendiendo el don material dándole todo su valor. Francisco lo ignoraba hasta el día de ese encuentro, pero el leproso era él, cuya alma estaba cegada por su propio ego. Y Francisco toca a ese Cristo que viene a él bajo un aspecto inesperado: y helo aquí, a Francisco, curado de su lepra del corazón: …practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y, después de un poco de tiempo, salí del mundo (Test 2-3).

Nunca hay que minimizar este episodio de la vida de Francisco. Si comienza su Testamento citando este encuentro es porque fue determinante para el resto de su vida. El encuentro del enfermo físico, que hasta entonces le producía horror, fue como una inevitable puerta que debía franquearse permitiendo así la apertura a otros encuentros. Efectivamente, su propia conversión no se concluyó el mismo día en que se comenzó: El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, la gracia de comenzar a hacer penitencia (Test 1). Francisco considera que el encuentro y el servicio de los leprosos físicos es, para sí mismo, un inicio de conversión (recordemos que penitencia = conversión). El resto de su Testamento refiere algunas consecuencias de este inicio de conversión: fe en las iglesias, fe en los padres… Por supuesto, este testamento no es una autobiografía. No todo está inscrito. Hay muchos otros encuentros sorprendentes que Francisco pudo hacer o suscitar para sus hermanos que no están relatados, pero es innegable que este primer encuentro con el leproso físico permitió los futuros encuentros con otras categorías de “leprosos”.

La Leyenda de Perusa cuenta una anécdota de la vida de Francisco que referimos a continuación. Nos introducirá en el descubrimiento de una segunda categoría de leprosos que da miedo a todos: el leproso moral. Esta lepra moral no tiene nada que ver con la enfermedad física, salvo la similitud en las reacciones del que goza de buena salud y del biempensante: el miedo al “enfermo”; la distancia de seguridad que quiere ponerse entre el enfermo y uno mismo; el juicio y la condena al destierro del “enfermo”. En pocas palabras, ese miedo reúne todos los ingredientes requeridos para crear divisiones entre los hombres y dañar la paz…

Al encuentro del leproso moral

Decimos con mucha facilidad que los bandidos y criminales son lo “peor de la sociedad”. ¡Expresión cargada de significados! Traduce claramente el desdeño y el rechazo inapelable hacia las personas en cuestión. Por otra parte, ¿quién puede vanagloriarse de tener verdaderas ganas de encontrarse con bandoleros “en fuga”? Sin que entremos en el ministerio de visitador de prisión ni evoquemos la problemática de la reinserción (que son otros acercamientos hacia leproso moral) ahora dirigiremos nuestra mirada hacia el comportamiento de Francisco ante los bandoleros que andan “a salto de mata”.

Un día, los hermanos de una ermita plantean a Francisco una pregunta que parece ser, para ellos mismos, un verdadero problema de consciencia: ¿hay que acordar la caridad, sí o no, a los bandoleros que vienen a mendigar a la ermita? Efectivamente, los bandoleros vivían escondidos en los grandes bosques de la provincia, pero de vez en cuando salían de ellos para despojar a los viajeros en la calzada o en los caminos. Algunos hermanos del lugar decían: “no está bien que les demos limosnas, ya que son bandidos que infieren tantos y tan grandes males a los hombres”. Otros, teniendo en cuenta que pedían limosna con humildad y obligados por gran necesidad, les socorrían algunas veces, exhortándoles, además, a que se convirtieran e hicieran penitencia. Francisco responde lo siguiente a esta interrogante: “Si hacéis lo que voy a deciros, tengo la confianza de que el Señor hará que ganéis las almas de esos hombres. Id a proveeros de buen pan y de buen vino y llevadlos al bosque donde sabéis que ellos viven y gritad: ‘¡Venid, hermanos bandidos! Somos vuestros hermanos y os traemos buen pan y buen vino’. Enseguida acudirán a vuestra llamada. Tended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan  y el vino, y servídselos con humildad y buen talante. Después de la comida exponedles la palabra del Señor y por fin hacedles, por amor del Señor, un primer ruego: que os prometan que no golpearán ni harán mal a hombre alguno en su persona. (No es más que un primer paso): Si pedís de ellos todo de una vez, no os harán caso. Los bandidos os lo prometerán al punto movimos por vuestra humildad y por el amor que les habéis mostrado. Al día siguiente, en atención a la promesa que os hicieron, les llevaréis, además de pan y vino, huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Terminada la comida, les diréis: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día pasando tanta hambre y tantas calamidades, maquinando y haciendo luego tanto mal? Si no os convertís de esto, perderéis vuestras almas’. Y el Señor, en su misericordia, les inspirará que se conviertan por la humildad y caridad que habéis tenido con ellos” (LP 115).

En este relato, lo primero que llama la atención es tal vez la paradójica denominación “hermano bandido”. Francisco, sin negar la diferencia condenable del tipo de vida del “bandido”, sin embargo sabe llamarlo “hermano”: ¡Venid, hermanos bandidos! Y le desea lo mejor, no solamente para su cuerpo (buen pan, buen vino, huevos y queso, e incluso el lujo de un mantel * Un mantel es un lujo que Francisco había reprochado a sus hermanos un día de Pascua o Navidad (LP 32-33).), sino sobre todo lo mejor para su ser: la salvación de su alma. La preocupación por la salvación del alma de ese “hermano bandido” aparece como la primera intención de Francisco (se repite dos veces en el texto). Pero en el relato se dibuja la segunda intención de Francisco: conducir a sus propios hermanos a una fraternidad que sobrepasa la simple frontera de los biempensantes. Los hermanos, por su situación de “hombres honestos” se encuentran del “lado bueno” de la moral. En el relato dudan en mostrarse caritativos hacia todos aquellos que, por su parte, se encuentran del “lado malo” de la moral. Ahora bien, aunque Francisco les hace descubrir que los bandidos también son hermanos, ¡Venid, hermanos bandidos!, también recuerda a sus hermanos cuál es el estado de ánimo que debe animarlos en sus relaciones con el prójimo: somos hermanos. Lo que Francisco intenta decir a sus hermanos es que si quieren ver que el mundo cambie su corazón tornándolo hacia lo bello, el bien y lo bueno, no hay que esperar que los hombres que están del lado malo de la moral den el primer paso hacia el bien. Hay que ir uno mismo a su encuentro: Somos vuestros hermanos y os traemos buen pan y buen vino. Cuando el contacto se ha establecido, todavía debemos ser pacientes respecto a los cambios esperados: (No es más que un primer paso): Si pedís de ellos todo de una vez, no os harán caso. Lo que finalmente establecerá la paz y dará alegría es el comportamiento verdaderamente evangélico de los hermanos. Y Francisco, dos veces, profetiza que los bandidos se convertirán gracias al comportamiento de los hermanos: movidos por vuestra humildad y por el amor que les habéis mostrado.

Cómo no subrayar la aplicación concreta que Francisco hace del Evangelio. Su visión de la relación hacia el leproso moral (los bandidos, el lobo de Gubbio…) ¿acaso no es un calco del comportamiento de Jesucristo con Zaqueo, por ejemplo? Zaqueo, baja de prisa; porque conviene que hoy me quede en tu casa. Y la reacción de los hermanos de Francisco (y la nuestra también, tal vez), ¿acaso no es similar a la de los detractores de Cristo? Al ver esto, todos murmuraban, comentando que había ido a hospedarse en casa de un pecador. Pero la negrura de un alma enferma no da miedo a Cristo ni a su discípulo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abraham. Esta palabra de Jesús nos servirá de introducción para el encuentro de Francisco de Asís con la tercera categoría de leprosos…

Al encuentro del leproso espiritual

¿Cómo debe comprenderse esta palabra de Cristo: pues también éste es hijo de Abraham? ¿Debe considerarse que los orígenes ancestrales de Zaqueo –Abraham en este caso- constituyen la causa de su salvación? ¡Es evidente que no! La simple lectura del relato basta para demostrar que la causa de la conversión de Zaqueo es  la visita de Jesús. La frase pues también éste es hijo de Abraham está destinada, en primer lugar, a interpelar a los auditores del momento que sólo veían en Zaqueo a un pecador. Jesús invita a sus interlocutores a cambiar su mirada hacia el prójimo. Pero esta palabra está destinada también a los hombres de todos los tiempos. A través de ella Jesús nos invita a cambiar nuestra mirada hacia “el otro creyente”. En tiempos de Francisco (como tal vez hoy también), el súmmum de la caridad y del amor al prójimo se limitaba a considerar al salteador de caminos como a un hermano. Pero, con frecuencia, este hermano descarriado pertenece a la misma raza, a la misma etnia, a la misma cultura religiosa. Es esa oveja perdida que viene o vuelve al rebaño. Pero la pequeñez del hombre y de su pecado hace que en el tiempo de las cruzadas el otro creyente, el que no cree de la misma forma que nosotros, parezca excluido de los límites de la fraternidad humana. Para los contemporáneos de Francisco es inconcebible fraternizar con “el infiel”. No se fraterniza con el “demonio”. Para sus contemporáneos la caridad conoce entonces un límite, una frontera: la de la población de los buenos creyentes. El infiel, por su parte, ¡está desterrado por la eternidad! Aboliendo tabúes y barreras una vez más, Francisco se dirige al encuentro de aquel que se sitúa fuera de las fronteras de la cristiandad. Detengámonos un instante en este evento mayor: si san Francisco de Asís se desplaza materialmente para ir al fin del mundo, este paso hacia el otro no se limita a un desplazamiento material. En su alma y en su corazón Francisco traspasa una frontera que pocos de sus contemporáneos consideran franquear. Francisco nos recuerda lo siguiente: Todos sois hermanos. A nadie en la tierra llaméis padre… Ni consintáis que os llamen maestros (Mt 23, 8-10, 1R 22, 33-35). Nosotros, cristianos, somos hermanos de los hombres, de todos los hombres, ya sean cristianos, musulmanes, ateos…Somos hermanos de todos así como Cristo se hizo hermano de todos. Para Francisco ir al encuentro del prójimo consiste en caminar tras los pasos de Cristo, sin ningún cálculo de “rentabilidad de la inversión”: gratis lo recibisteis, dadlo gratis (Mt 10, 8). Este don gratuito para el prójimo es testimonio de la victoria de Dios sobre nosotros. Y cuando Francisco redacta la regla definitiva (tras el viaje a Oriente), las pocas líneas que tratan sobre la manera de viajar por el mundo no tiene nada en común con los objetivos comerciales, tampoco nada en común con los objetivos militares o políticos, incluso nada que ver con los objetivos de las cruzadas. Les recomienda tan sólo vivir la gratuidad del don de Dios: Aconsejo, también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo, a que, cuando van por el mundo, no litiguen ni se enfrenten a nadie de palabra, ni juzguen a otros, sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, según conviene (…) en toda casa en que entren, digan primero: Paz a esta casa. (2R 3, 10-13).

PORTADORES DE LA PAZ

Artículo 19

Como PORTADORES DE LA PAZ y conscientes de que la paz ha de construirse incesantemente, busquen los caminos de la unidad y del entendimiento fraterno mediante el diálogo, confiando en la presencia del germen divino que hay en el hombre y en la fuerza transformadora del amor y del perdón * Regla de León XIII, II, 9; 3 comp. 14, 58..

Mensajeros de la perfecta alegría, esfuércense permanentemente en llevar a los demás el gozo y la esperanza * Adm 21; 1R 7, 15..

Miembros de Cristo resucitado, que da su verdadero sentido a la Hermana Muerte, esperen con serenidad el encuentro definitivo con el Padre * Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes (sobre la Iglesia en el mundo actual), 78, 1-2: “…La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 17). Es el fruto del orden inscrito en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está sometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima..

Portadores de la paz y conscientes de que la paz ha de construirse incesantemente

Frecuentemente se atribuye a Francisco esta hermosa oración por la paz. Es como una especie de instructivo para construir la paz.

Lo que llama la atención a primera vista en esta oración es su carácter decididamente positivo y dinámico. Positivo porque no encontramos ninguna petición negativa, del estilo: concédenos, Señor, que no hagamos la guerra, sino, por el contrario: donde haya odio, sembremos amor. Dinámico porque el orante pide ser actor y no tan sólo espectador: donde haya tristeza,  (sembremos) gozo… En función de los encuentros que la vida nos ofrece nos corresponde a cada uno de nosotros el aplicar concretamente este instructivo en la construcción de la paz. Seamos como los criados buenos y fieles (Mt 25, 21.23) que aceptan con humildad hacer fructificar el(los) talento(s) que el Señor les ha confiado: portadores de la paz, sepamos construirla sin cesar…

Busquen los caminos de la unidad y del entendimiento fraterno mediante el diálogo

Hay en nuestra regla de vida algunas frases que podrían hacernos creer que no necesitan comentarios. No obstante, lo que parece competer al simple sentido común y que parece fácil de comprender (buscar los caminos de la unidad y del entendimiento fraterno mediante el diálogo) es evidente que no es sencillo de llevar a cabo. Si necesitamos convencernos de esto basta con mirar las noticias internacionales o, a veces más sencillamente, con mirar su propia manera de vivir en la familia, para constatar que la búsqueda de los caminos de la unidad y del entendimiento fraterno mediante el diálogo “es fácil de decir” pero no “fácil de hacer”. San Francisco de Asís nos ha mostrado, a través de los encuentros con el leproso, con los bandidos y con el Sultán que, para dialogar con el prójimo, con frecuencia se necesita dar el primer paso. Hay que ir a su encuentro sin esperar que sea el prójimo quien dé ese famoso “primer paso”. Si esperamos que el prójimo “se mueva” para que así actuemos a nuestra vez es posible que esperemos mucho tiempo ¡y que a modo de discusión estemos ante un “diálogo” de sordos y mudos! Nuestra Regla de vida nos invita a ser activos: hay que buscar. Es el paso práctico que nos propone nuestra regla. En cuanto al diálogo, no supongamos que se limita a la pura discusión oral. En el encuentro de Francisco con el leproso vemos que el diálogo se hace a partir de gestos y de miradas. ¡Cuántas cosas se pueden decir simplemente a través de gestos y miradas! Se instala un verdadero diálogo con los bandidos, pero con esa voluntad de construir un mundo fraterno y evangélico: servídselos con humildad y buen talante... exponedles la palabra del Señor… hacedles, por amor del Señor… ¡No es más que un primer paso… nos precisa Francisco! Cuán ejemplar es también el encuentro con el sultán. A pesar de las diferencias de lengua, cultura, religión y a pesar del contexto político-religioso-militar reinante, dos hombres, san Francisco y el Sultán * Permítasenos la audacia de sugerir la siguiente expresión: ¡san Francisco y san Melek-el Kamel! Un sultán que ruega a Francisco, su interlocutor, que se digne a aceptar aquellos presentes y distribuirlos entre cristianos pobres e iglesias (LM 9, 8), por mencionar sólo esto, ¿no es acaso un hombre que pertenece a Dios? se hablan, se escuchan, dialogan, se entienden fraternalmente a pesar de que todo parece separarlos.  

El artículo 19 de nuestra regla nos sugiere el uso que debe hacerse de la palabra: no un monólogo, sino un diálogo, es decir, una discusión enfocada a encontrar un terreno de entendimiento. Este diálogo reclama la escucha del prójimo y la audacia afectuosa de buscar el camino de la paz a través de una palabra que sea constructiva.  Pues la palabra debe ser utilizada en el momento oportuno. Francisco, consciente de las dificultades que puede ocasionar nuestro ego en las relaciones entre hermanos y, en consecuencia, del mal uso que puede hacerse de la palabra, nos precisa firmemente al respecto: Guárdense todos los hermanos de calumniar y de enfrentarse  a nadie de palabra, sino, más bien, esfuércense por guardar silencio, siempre que Dios les dé la gracia. Y no litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente, diciendo: soy un siervo inútil (…) Y no hablen mal de nadie; no murmuren ni difamen a otros, porque está escrito: los murmuradores y difamadores le son odiosos a Dios. Y sean modestos, mostrando una total mansedumbre con todos los hombres; no juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no se fijen en los más pequeños pecados de los demás, antes, al contrario, consideren atentamente los propios en la amargura de su alma… (1R 11, 1.7).

Finalmente, se trata de buscar los caminos de la unidad y del entendimiento fraterno. ¿Por qué no el uno sin el otro? Desde luego, la unidad es el ideal que debe buscarse. Es el súmmum de la manera de actuar de la paz: son uno solo. Sin embargo, la conjunción “y” inscrita entre unidad y entendimiento fraterno nos sugiere que la unidad no debe obtenerse sacrificando el entendimiento fraterno. En efecto, siempre se puede obtener una apariencia de unidad cuando se oprime a sus hermanos, pero, ¿se trata en verdad de unidad? A este propósito la paz romana daba al imperio una apariencia de unidad, al menos política, pero, ¿el entendimiento fraterno estaba verdaderamente presente en las relaciones entre los pueblos que lo constituían? Y la unidad, que es el súmmum de la paz, ¿todavía era posible? Entre Francisco y el sultán hay que constatar que ninguno de los dos logra convertir al otro. A este nivel no hay entonces unidad. Sin embargo, aunque diferentes, uno y otro supieron entenderse fraternalmente y este entendimiento fraterno construye y produce la paz. Sepamos llevar y construir la paz en el mundo a nuestra vez.

Confiando en la presencia del germen divino que hay en el hombre

¿Por qué no utilizar una expresión más simple: Confiemos en el hombre? ¡Qué diablos! ¡El hombre tiene cualidades! Entonces, ¿por qué no confiar sólo en él?

Desde el principio se plantea el problema de la confianza en Dios. Al prohibir al hombre el fruto del árbol de la ciencia Dios lo invita a fiarse tan sólo de él para discernir el bien  y el mal (Gn 2, 17). Pero el hombre y la mujer prefieren fiarse de una criatura. Actuando así aprenden por experiencia que significa fiarse a una mentira (Gn 3, 4 y siguientes; Jn 8, 44; Ap 12, 9). Los dos prueban los frutos amargos de su vana confianza y sobre todo el miedo a Dios. Por el contrario, tener confianza en Dios es creer en su palabra, es escoger con decisión la sabiduría de Dios y renunciar a fiarse de su propio juicio (Prov 3, 5). Nuestra regla nos invita a tener confianza en el germen divino que hay en el hombre, es decir, en su principio, su fuente, su causa original: Dios Creador, Redentor y Salvador. Ese germen divino dice a cada hombre: “Te he creado por amor. Te he creado para amar. Te he creado para hacerte participante de Mi vida divina”. Entonces cada uno de nosotros debe, en primer lugar, buscar y confiar en el germen divino “contenido” en sí mismo. Pero también debe confiar en el germen divino “contenido” en su hermano, incluso el más lejano, incluso aquel que sería detestable en extremo, ya sea por sus actos o por su pensamiento, pues él también ha sido creado a imagen de Dios, a su semejanza. Si el pecado logra desfigurar esta imagen en el hombre, la imagen del Creador permanece impresa en su alma a pesar de todo. Eso es lo que debemos buscar con confianza y sin cesar en nuestro hermano. Si realizamos de nuevo la lectura del pasaje de Francisco y de los hermanos en la ermita que se interrogan sobre el comportamiento que deben adoptar con los bandidos, escuchamos a Francisco de Asís declarar su confianza en el Señor: … por vuestra humildad y por el amor que les habéis mostrado… tengo la confianza de que el Señor hará que ganéis las almas de esos hombres. “Pero, me dirás, ¡era Francisco de Asís! ¡Él era capaz de lo mejor! ¡Pero yo, en mis relaciones con mi hermano, o con mi ‘dizque’ hermano, porque me ha hecho mal más allá de lo imaginable, no lo soy! No soy un santo como san Francisco pudo serlo. Buscar el germen divino en mi hermano está más allá de mis capacidades humanas”. Si tal es tu opinión, no “bajes los brazos”, más bien abandónate al germen divino que está en ti y junto con san Francisco de Asís ora a nuestro Padre que está en los cielos: Perdónanos nuestras deudas (…) así como nosotros perdonamos a nuestros deudores: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que plenamente lo perdonemos; para que por ti amemos de verdad a los enemigos y por ellos intercedamos devotamente ante ti, no devolviendo a nadie mal por mal, y para que nos esforcemos por ser en ti útiles en todo (ParPN 7-8).

Confiando en la fuerza transformadora del amor y del perdón

Cuidado, no es a la fuerza (a secas) a quien se debe otorgar su confianza (sería verdaderamente antinómico respecto de todo aquello en lo que creemos), sino a la fuerza transformadora del amor y a la fuerza transformadora del perdón. Pero, ¿qué encontramos en las virtudes del amor y del perdón que pueda justificar la utilización del sustantivo fuerza con el adjetivo calificativo transformadora?

El amor que nos habita tiene una fuente y un objetivo: Dios. El perdón al que estamos invitados tiene una causa y un objetivo: Dios. Y este Dios de amor y de misericordia es el Todopoderoso. Tener confianza en Dios no es desconocer la acción de las fuerzas malas en el mundo. Tampoco es olvidar que somos pecadores. La confianza en Dios consiste en reconocer el poder infinito y la misericordia del Creador que desea que todos los hombres sean salvados, y que todos los hombres se conviertan en sus hijos adoptivos en Jesucristo. El encuentro de san Francisco de Asís y el leproso es una brillante ilustración de ese amor y de esa misericordia divina que se da. Antes de ese decisivo encuentro y de su misma confesión  (Test 1), Francisco vive como si Dios no existiera: como estaba en pecados… y esto es lo que producía: me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Pero el Señor interviene en el curso de las cosas, aunque sin hacerlo a bombo y platillos: pero el Señor mismo me llevó entre ellos, y practiqué con ellos la misericordia… Y ahí Francisco se transforma, a tal punto que lo que le parecía amargo se convierte a partir de entonces en dulzura del alma y del cuerpo. Francisco es entonces el primer beneficiario de los frutos del amor de Dios. Pero esta poderosa transformación interior conlleva otros frutos. Por supuesto hacia los leprosos, lo cual comprendemos con facilidad, pero no solamente. Para retomar uno de los ejemplos referidos líneas antes, esta fuerza transformadora del amor y del perdón actúa de manera directa sobre los hermanos que se interrogan sobre el comportamiento que ha de adoptarse hacia los bandidos, y actúa incluso sobre los bandidos, ya que terminan por convertirse. ¡Y el episodio con el sultán testimonia que el amor y el perdón vuelven posible una armonía fraterna que en apariencia parecía imposible!

A modo de conclusión * Podemos también releer con provecho el apartado titulado “La reconciliación, signo privilegiado de la misericordia del Padre” (capítulo IV), e incluso “Crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo” (capítulo VIII). Podemos también leer y releer con gran provecho: la encíclica Pacem in terris (La paz entre todos los pueblos) de nuestro soberano pontífice Juan XXIII, la encíclica Deus caritas est (Dios es amor) de nuestro soberano pontífice Benedicto XVI; los mensajes por la paz que los soberanos pontífices ofrecen al mundo con ocasión de la celebración de la jornada mundial de la paz (el 1 de enero de cada año). refiramos esa exhortación de san Francisco de Asís extraída de la leyenda de los tres compañeros. Ilustra maravillosamente la exhortación de san Pablo en su Carta a los romanos: No te dejes dominar por el mal, sino domina al mal con el bien (Rom 12, 21): Que la paz que anunciáis de palabra –decía Francisco-, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados. Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo (TC 58).

Mensajeros de la perfecta alegría, esfuércense permanentemente en llevar a los demás el gozo y la esperanza

Comencemos por subrayar las similitudes entre las líneas precedentes que nos hablan de la paz y estas que nos hablan ahora de la alegría. En ambos casos se trata de llevar algo: portadores de la paz en el primer caso; llevar a los demás el gozo en el segundo. El verbo llevar designa la situación que consiste en estar cargado con un peso. Esta primera definición es exacta. Si nuestra regla insiste tanto en la imperiosa necesidad de actuar en estos dominios (conscientes de que la paz ha de construirse incesantemente; y respecto a la alegría: esfuércense permanentemente), es porque estas acciones reclaman esfuerzos por nuestra parte * Pero recordemos las palabras condescendientes y alentadoras de nuestro Señor: mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt 11, 30).. Pero hay otra definición del verbo llevar que también puede aplicarse al artículo 19. Se dice que el árbol lleva fruto o que la tierra lleva trigo. De la misma manera hemos de llevar a Cristo Salvador a nuestros hermanos. Él es ese fruto que se da como alimento para salvar a la humanidad. San Pablo, en su segunda carta a los corintios utiliza una metáfora que ilustra maravillosamente esta acción: …aroma de Cristo somos para Dios, tanto en los que se salvan como en los que se pierden (2 Cor 2, 15).

Miembros de Cristo resucitado, estamos invitados a ser mensajeros de la perfecta alegría. Pero, ¿qué hay que entender por “perfecta alegría” en este contexto? Pocas líneas antes en este mismo capítulo hemos podido distinguir entre las alegrías sanas de la vida, y las alegrías del Evangelio y de la vida nueva. Estas últimas alegrías son superiores a las alegrías de la vida pues, al contrario de las primeras, fatalmente efímeras, las alegrías del Evangelio y de la vida nueva son alegrías eternas, divinas. Es por eso que podemos hablar de perfecta alegría, pues ninguna otra alegría puede ser superior a ésta: no os alegréis de (…) que los espíritus (malos) se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén ya inscritos en el cielo (Lc 10, 20). La alegría del Evangelio y la alegría de la vida nueva son alegrías de las que somos mensajeros ante nuestros hermanos los hombres. En su admonición sobre la verdadera y la falsa alegría Francisco nos lo dice a su manera: Dichoso aquel religioso que no encuentra deleite y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas mueve a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría (Adm 20). Es ante todo el sacramento de la confirmación el que nos inviste esta misión de mensajeros ante el mundo. Nuestra Regla nos recuerda esta investidura e insiste (esfuércense) en que los hermanos y las hermanas seglares de san Francisco tengan la preocupación constante (permanentemente) de ser mensajeros de esa perfecta alegría.

Llevar a otros la alegría. Y llevar a otros la esperanza. La última palabra de este pequeño apartado no es más que una de las tres virtudes teologales * Las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino (CIC 1812).: la esperanza. “La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la Gracia del Espíritu Santo” * CIC 1817.. Nuevamente, y siguiendo a Francisco, nuestra Regla nos exhorta a llevar esta esperanza al mundo: donde haya desesperación, esperanza…

Tras estos comentarios seguramente comenzamos a adivinar el porqué de la sorprendente relación, en un mismo artículo, entre un tema como la muerte y temas como la paz y la alegría…

Miembros de Cristo resucitado, que da su verdadero sentido a la Hermana Muerte…

El verdadero sentido de la muerte: frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cima. En un sentido la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que de hecho es salario del pecado (Rom 6, 23). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección. Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia (Flp 1, 21). Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él (2Tim 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva * El conjunto de este párrafo está tomado del Catecismo de la Iglesia Católica: 1006, 1010 (extractos)..

Miembros de Cristo resucitado: los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: Vosotros no conocéis ni las escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que no es un Dios de muertos sino de vivos (Mc 12, 27). Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. Ser testigo de Cristo es ser testigo de su Resurrección (Hch 1, 22), haber comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como él, con él, por Él * CIC 993, 994 y 995 (extractos)..

Nuestra hermana la muerte: llamar a la muerte nuestra hermana hace referencia explícita a la última estrofa del Cántico de las criaturas que redactó san Francisco de Asís: Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal. Antes de proseguir la lectura de este capítulo, podemos con provecho trabar (o retomar) conocimiento del apartado “Nuestra hermana la muerte” del capítulo X de este manual, el cual comenta el Cántico de las criaturas. Descubriremos ahí la visión de san Francisco de Asís respecto a esta hermana tan particular que es la muerte (…). Una vez hecha o rehecha esta lectura, ahora podemos proseguir con el descubrimiento de nuestro artículo 19.

…esperen con serenidad el encuentro definitivo con el Padre

¿Esperar la muerte con miedo o esperarla con serenidad? El hecho de esperar la muerte expresa claramente que no podemos atentar en contra de nuestra vida o de la de los demás. Debemos esperar la muerte, sin provocarla. Al mismo tiempo, el estar invitado a esperar la muerte nos lleva a una toma de consciencia del hecho inevitable de la muerte para cada uno de nosotros. No podemos vivir indiferentes a ese instante que nos espera.

La muerte es considerada con frecuencia como un término. Desde esta perspectiva, la muerte se abre a la nada, esa gigantesca desconocida para el hombre. Ahora bien, lo desconocido da miedo. Aterroriza como sólo la desesperanza puede aterrorizar. La nada no es el único motivo del miedo que puede experimentar el hombre de cara a la muerte. Si hay algo que realmente deba darle miedo, eso es el infierno y su pena principal que consiste en la separación eterna con respecto a Dios. El hombre puede legítimamente tener miedo de esto. Sin embargo, para el hombre de fe, de esperanza y caridad, para el hombre que cumple las santísimas voluntades del Padre que son amarlo con toda sus fuerzas, con toda su alma y con toda su inteligencia, y amar a su prójimo como a sí mismo, la muerte es un principio: el principio de la vida y de la dicha en Dios. El hombre que ama y actúa según la voluntad de Dios puede entonces esperar la muerte con serenidad, pues la vida eterna en Dios se abre a través de ese pasaje ineluctable que es la muerte, de la cual ningún hombre vivo puede escapar (Cánt 12).

Puesto que es el salario del pecado la muerte en sí misma no es, ni puede ser, fuente de alegría. La separación provocada por la muerte de un ser querido (padre, cónyuge, hijo, amigo…) es fuente de penas y de sufrimientos para “aquellos que se quedan”. Esas penas y sufrimiento son plenamente legítimos. Y no es porque se tiene fe que la pena provocada por la muerte de un ser querido sería un pecado. En efecto, la muerte corporal provoca una separación que, ante la visión humana, es irremediable, definitiva. Es una realidad que resultaría vano negar. Pero para aquellos que tienen la gracia * Se trata de una gracia, y no solamente de una suerte, ya que ésta última depende del simple azar. La gracia de la fe se ofrece a todos los hombres, tanto de buena como de mala voluntad. Nos corresponde entonces a nosotros mismos saber acogerla. de creer en Dios, que no es un Dios de muertos sino de vivos (Mc 12, 27), esas penas y sufrimientos pueden ser tomados con serenidad y quietud, pues saben que el desaparecido, sorprendido por la muerte al cumplir las santísimas voluntades del Altísimo, será acogido en el seno de Nuestro Padre Celestial, y que la segunda muerte no podrá dañarlo.

El encuentro definitivo con el Padre: Si con él morimos, también con él viviremos (2Tim 2, 11). El encuentro definitivo con el Padre, he aquí la razón de ser y el punto culminante de toda nuestra vida. Nuestra vocación de hombres, a la vez comunitaria y pastoral, es entrar en la bienaventuranza divina, en el reposo de Dios que no conoce ni noche ni mañana. Toda la historia de la humanidad encuentra su fuente, su razón de ser y su término en Dios. Existo porque Dios, en un designio de pura bondad, me creó libremente. Existo porque en el transcurso de mi existencia humana he podido amar a Dios como Él, Dios, me ama. Existo, por último, para recibir la vida bienaventurada de Dios a través de la herencia de Cristo, por él y en Él.

A modo de conclusión podemos releer las primeras palabras de nuestra forma de vida (artículo 4) saboreando hasta qué punto dan las instrucciones para poder esperar con serenidad el encuentro definitivo con el Padre:

“La Regla y la vida de los franciscanos seglares es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, que hizo de Cristo el inspirador y centro de su vida con Dios y con los hombres.

Cristo, don del amor del Padre, es el Camino hacia Él, es la Verdad en la cual nos introduce el Espíritu Santo, es la Vida que Él ha venido a traer abundantemente”.

PREGUNTAS

¿He aprendido bien?

  1. ¿Cuál es la causa principal de todas las divisiones? Y, ¿cómo podemos asegurarnos una restauración de la comunión perfecta del hombre con nuestro Padre celestial? ¿Qué nombre podemos dar a la paz y a la alegría; no el nombre de un concepto abstracto, sino el de una persona?
  2. Hemos podido descubrir (en el capítulo II del presente manual) tres formas de tentaciones que utiliza Satanás para separar al hombre del amor de Dios. ¿Puedo relacionar las tres formas de tentaciones con los tres miedos, las tres barreras que san Francisco de Asís abolió en el transcurso de su vida? ¿Y puedo establecer la relación entre las virtudes que han de practicarse para resistir y los medios puestos en práctica por san Francisco de Asís?
  3. ¿Cuál es nuestra razón de ser, nuestra vocación de hombres? ¿Y qué camino debo tomar para entrar en el reposo que no conoce ni noche ni mañana?

Para profundizar

  1. La liturgia de la misa cita no menos de doce veces la palabra paz * Estas doce veces pueden variar en función de la elección de textos efectuada (saludo mutuo de entrada, plegaria eucarística, prefacio…).. Comienza con el saludo mutuo (Que la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo esté con todos ustedes) y termina con la fórmula de despedida de la asamblea (Podéis ir en paz). Recordando para esta pregunta la plegaria eucarística número uno, ¿puedo, en primer lugar, buscar las otras veces en las que aparece la palabra paz en la liturgia de la misa? Finalmente, ¿cómo traducir o recibir la palabra paz cada vez que se le evoca?
  2. ¡Shalom y salamalec! El mismo Francisco retomó esta fórmula de saludo, pero integrándole explícitamente el origen de toda paz: “El Señor os dé la paz”. Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban (1C 23). No hay duda para Francisco: el Señor es quien da la paz pues es un don de Dios… Y en mi caso, ¿cómo puedo ser artesano de la paz en mi familia, en mi trabajo, en mi ciudad?
  3. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo ante el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje; luego le habla con una dulce seguridad: Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos (…) Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos (…) Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor * CIC 1020.… Al término del descubrimiento de nuestra forma de vida, ¿puedo expresar de manera sencilla cómo recibo estas palabras que la Iglesia pronuncia a la hora de la muerte?
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Realizado por www.pbdi.fr Ilustrado por Laurent Bidot Traducción : Lenina Craipeau