Frère Rufin (portada)

Capítulo VII: Deber de Estado - Construcción de un mundo fraterno y evangélico

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A riesgo de adormecerse en un temible sopor espiritual, el Señor nos despierta enérgicamente: ¡Id también vosotros a mi viña! Descubriremos hasta qué punto esta exhortación del Señor concierne a cada uno de nosotros, tanto individual como comunitariamente. El ejemplo de Francisco nos ayudará enseguida a comprender lo que es un hermano según el corazón de Dios. Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué ir a la viña del Señor? ¿Y por qué construir un mundo un mundo fraterno y evangélico? El estudio de algunos artículos de nuestra regla (10, 14, 15 y 16) nos permitirá dar una respuesta a esa famosa pregunta del “¿para qué?”. Y descubriremos que la resplandeciente respuesta orienta la creación entera hacia una cúspide, para que se convierta en el reino de Dios.

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ID TAMBIÉN VOSOTROS A MI VIÑA

Abramos este capítulo a través de un texto que constituye una de las joyas del evangelio según san Mateo: la parábola de los obreros enviados a la viña. Al hacerlo ejercitaremos nuestra alma en la meditación de la Palabra de Dios. En efecto, cuando el Señor se dirige a nosotros, la Palabra que pronuncia no se encierra en los simples límites humanos. Nos lleva hacia los designios de Dios.

Como preámbulo a esta página del evangelio recordemos que en la época de Cristo es frecuente que los obreros sean contratados a la jornada. Son “jornaleros” que perciben su salario la tarde misma de su jornada de trabajo. La jornada es así “cortada” en doce horas que van de las seis de la mañana (la hora prima) a las seis de la tarde (duodécima hora).

Parábola de los obreros enviados a la viña

Jesús contaba esta parábola: “El reino de los cielos se parece al dueño de una finca que salió muy temprano para contratar obreros para su viña. Acordó con ellos el salario de una moneda de plata por jornada y los envió a su viña. Al salir de nuevo hacia las nueve de la mañana, vio a otros que estaban allí, en la plaza, sin trabajo. Les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña y les daré lo que sea justo’. Y ellos fueron. Salió otra vez hacia el mediodía, luego a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Volvió a salir hacia las cinco de la tarde, y encontrando otros que estaban allí les dijo: ‘¿Por qué habéis permanecido ahí, todo el día, sin hacer nada?’ Respondieron: ‘Porque nadie nos ha contratado’. Les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña’. Al caer la tarde, el dueño de la viña dijo a su intendente: ‘Llama a los obreros y distribuye el salario, comenzando por los últimos para acabar con los primeros’. Los que había comenzado apenas a las cinco de la tarde avanzaron y recibieron cada uno una moneda de plata. Cuando tocó el turno a los primeros, éstos pensaron que iban a recibir más dinero, pero recibieron, también ellos, una moneda de plata cada uno. Al recibirla reclamaron al dueño de la finca: ‘¡Los últimos que llegaron no hicieron más que una hora y los tratas como a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor!’. Pero el dueño le respondió a uno de ellos: ‘Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no estuviste de acuerdo en que te pagase una moneda de plata? Toma lo que te corresponde y vete. Quiero darle al último tanto como a ti: ¿acaso no tengo derecho a hacer lo que quiera con mi fortuna? ¿Vas a ver con malos ojos el que sea generoso?’

De esta manera, los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”.

¿Cómo descifrar los mensajes de una parábola?

Las parábolas son como espejos para el hombre: ¿acoge la palabra como el duro suelo o como la tierra buena? ¿Qué hace con los dones recibidos? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de esas parábolas. Para comprenderlas debemos convertirnos en discípulos de Cristo para “conocer los misterios del Reino de los cielos” (Mt 13, 11). Para los que permanecen “fuera” (Mc 4, 11) todo es enigmático *  Tomado de CIC 546.. Ante la pregunta que se le plantea, es decir, el por qué habla por medio de parábolas, Jesús responde a sus discípulos: “A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del reino de los cielos (…) Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Amén os digo: muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron” (Mt 13, 11-17).

Como las parábolas están enunciadas en un lenguaje “críptico” es necesario:

  1. Comenzar por descubrir a los diferentes personajes en su contexto: ¿quiénes son respecto a Dios, respecto a los hombres (y particularmente respecto a mí)?
  2. Descubrir enseguida la significación que se ha dado a las otras criaturas: ¿Qué representan la viña, el salario, las horas…?
  3. Descubrir por fin el sentido que se ha dado a los diferentes diálogos, invitaciones, preguntas. Y finalmente, qué es lo que Jesús nos quiere decir por medio de una u otra parábola.

Respondiendo a estas preguntas intentaremos “penetrar” en los misterios de esta parábola para así comprender lo que quiere decirnos el Señor, tanto en el plano espiritual (alegórico *  El sentido espiritual alegórico. La alegoría es la expresión de una idea a través de una imagen. Con respecto a la Palabra de Dios es el sentido que permite una comprensión de los eventos proclamados reconociendo su significación en Cristo. Por ejemplo, la liberación de Egipto que se narra en el Éxodo es un signo de la liberación del pecado operada por Cristo. CIC 111 y siguientes. y anagógico *  El sentido espiritual anagógico. La anagogía es la acción de ir hacia lo alto, es la elevación del alma hacia las cosas celestes. El sentido anagógico consiste entonces en ver, en la Palabra de Dios, realidades y acontecimientos en su significación eterna, lo que nos conduce (en griego: anagoge) hacia la Jerusalén celeste. CIC 117.) como en el plano de la aplicación concreta en nuestra vida (que es el sentido espiritual-moral *  El sentido espiritual moral es aquel que consiste en conducirnos en nuestra existencia conforme a la voluntad divina. Dicho de otro modo, la escucha de la Palabra de Dios debe traducirse por un cambio en nuestra vida. Ser cristiano no es el yo que vive, sino Cristo que vive en mí. CIC 111 y siguientes.).

Nuestra vocación común: la bienaventuranza del Reino de los Cielos

El propietario que sale al despuntar el día es Cristo. Dios se hace hombre; “sale” del Reino de los Cielos. Baja a la tierra.

En la tierra llama a los obreros y esos obreros son los hombres. Los llama a todos: “Id, también vosotros a la viña”. Podemos personalizar esta invitación traduciéndola así: “Ve, también tú que escuchas hoy la Palabra de Dios, a la viña del Señor”.

La viña es el mundo entero. Éste debe ser transformado según el designio de Dios en vista del advenimiento definitivo del Reino de los Cielos. Pues el destino final de cada uno -el objetivo, para decirlo con palabras actuales-, el salario en la parábola, es estar en la bienaventuranza del Reino de los Cielos. Ahí descansaremos y nos veremos. Nos veremos y nos amaremos; nos amaremos y nos alabaremos. Esto es lo que será el fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos sino alcanzar el reino que no tendrá fin? *  San Agustín, De civitate Dei, 22, 30. Recordemos siempre que Dios nos ha puesto en el mundo para conocerlo, servirlo y amarlo. Obrando así en la tierra se realiza entonces la promesa que hemos recibido de Dios de acogernos en su Reino: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (…) Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por atenerse a lo que es justo, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten y persigan y profieran toda clase de calumnias contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos” (Mt 5, 3-12).

Pero ese Reino de Dios no me está destinado sólo a mí. Es llamado el mundo entero. A sabiendas de que en la parábola el conjunto de horas del día simboliza la duración de nuestra existencia terrestre, algunos de nosotros somos llamados muy temprano, es decir, desde la mañana de nuestra vida (la hora prima). En el contexto del relato enunciado se trataba del pueblo elegido. En un sentido más amplio, ahora se trata de todo bautizado “en los brazos de sus padres”. Es así como algunos tienen la suerte de poder conocer, amar y servir a Dios desde su más tierna edad. Y son llamados a trabajar en la viña del Señor durante toda su existencia, es decir, durante todo “el peso de la jornada, con su calor”. Lo accidental del lugar de nacimiento (pues nadie elige la familia en la que nace, ni su nación o religión) hace que, para otros, sea durante el curso de su existencia que escuchen la llamada del Señor: Id, vosotros también, a mi viña. Esos son los obreros de la tercera, sexta o novena horas, horas que simbolizan el avance en la existencia: veinte años, cuarenta años, sesenta años. En todos los casos, sin cansarse jamás, el Señor llama al Reino a todo hombre: “Id también vosotros a mi viña”. E incluso hasta el final, hasta la última hora de la existencia humana: “Finalmente, al salir hacia la undécima hora, encontró a otros que estaban allí, sin hacer nada” Y les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. Estos últimos, cuando el dueño les preguntó: “¿Por qué habéis permanecido ahí, todo el día, sin hacer nada?” habían respondido: “Porque nadie nos ha contratado”. Nadie, hasta ese momento, les había dicho, les había hecho saber que el dueño contrataba para la viña. *  Al comentar esta página del Evangelio, San Gregorio el Grande interpreta las diferentes horas de la llamada relacionándolas con las edades de la vida: “Se puede aplicar la diversidad de horas –dice- a las diversas edades del hombre. Ciertamente, la mañana puede representar, según nuestra interpretación, la infancia. Luego, la hora tercia puede representar al adolescente: el sol se desplaza hacia lo alto del cielo, lo que significa que el ardor de la edad aumenta.  La hora sexta es la juventud: podemos decir que en esta edad, cuando se refuerza la plenitud del vigor, el sol se encuentra como en medio del cielo. La vejez representa la hora nona porque, del mismo modo en que el sol declina desde su punto más alto, esta edad también comienza a perder el ardor de la juventud. La undécima hora señala a los que están en edad avanzada… Los obreros son entonces llamados a la viña a diferentes horas, como para significar que uno es llamado a la santidad en el momento de su infancia, otro en su juventud, aquel otro en la edad madura y otro en la edad más avanzada”. San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, XIX, 2: PL 76, 1155.

Quiero darle al último tanto como a ti

Esta declaración del dueño de la viña reenvía a la Redención de Cristo. Dios hecho hombre se encarnó y derramó su sangre para salvación de todos. Ninguno de nosotros puede proclamarse propietario de la sangre de Cristo. Ningún hombre puede afirmar: la sangre de Cristo me pertenece, más a mí que a ti gracias a mis obras. Cristo nos precisa, en la víspera de su Pasión, quiénes son los beneficiarios de su cuerpo y de su sangre: “Este es mi cuerpo, entregado a ustedes… Esta es mi sangre, derramada por la multitud”. La multitud somos todos nosotros, los pobres, los pequeños, los pecadores. Pobres en acuidad, nosotros que miramos con malos ojos la bondad de Dios; pequeños al punto de creer que nos corresponde el primer lugar, cuando deberíamos sabernos inútiles; pobres por nuestros pecados, felizmente redimidos gracias al sacrificio que el Hijo del hombre ofrece al amor misericordioso del Padre.

La parábola de los obreros contiene dos lecciones espirituales: la primera es que el plan divino asegura, incluso a los convertidos en el último minuto, la recompensa prometida por parte de Dios. El testimonio de tal certitud se nos recuerda con fuerza al final del diálogo entre el buen ladrón y Cristo en la cruz: aquel que se denomina entonces como “buen ladrón” es un verdadero criminal, que considera que lo que le sucede a él y a su otro compañero de infortunio es justo. De todas formas interpela al Salvador: “¡Jesús! Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y Jesús le responde: “Amén, yo te aseguro que estarás hoy conmigo en el Paraíso”. La segunda lección es que nunca hay que murmurar en contra de la misericordiosa justicia de Dios. Aquellos que creían tener derecho gracias a sus buenas obras, a una vida entera consagrada a la justicia o, simplemente, al hecho de haber nacido en el pueblo elegido, continuaban murmurando en contra de esta justicia divina que les parecía imperfecta; se excluían a causa de esto mismo: es de esta manera en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.

Id también vosotros a mi viña: un llamado dirigido a mí

Proyectemos ahora esta parábola en nuestra vida actual. Al salir hacia las nueve horas, vio a otros que estaban ahí, en la plaza, sin trabajo. Les dijo: “Id también vosotros a mi viña”. El llamado del Señor Jesús no cesa de escucharse desde aquel lejano día de nuestra historia. El llamado no se dirige solamente hacia los pastores, los sacerdotes, los religiosos y religiosas: se extiende a todos; los fieles laicos, también ellos, son llamados personalmente por el Señor, desde que reciben una misión para la Iglesia y para el mundo. Se dirige a todo hombre que ha venido a este mundo *  Lo esencial del texto que compone este apartado, así como el de los dos apartados siguientes, está tomado de la exhortación apostólica de Juan Pablo II, exhortación post-sinodal Christifideles laici (los fieles laicos) sobre vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo (Ed. Pierre Tequi, 1988. Versión castellana: Ediciones Paulinas, 1989).. San Gregorio Magno lo recuerda cuando comenta la parábola de los obreros en la viña: “Examinad entonces un poco, hermanos míos, vuestro modo de vida, y verificad bien si ya sois obreros del Señor. Que cada uno juzgue lo que ha hecho y se dé cuenta de si trabaja en la viña del Señor” *  San Gregorio Magno, Homiliae…, op. cit.. En la parábola el dueño se sorprende de que algunos permanezcan sin hacer nada: Salió de nuevo hacia las cinco de la tarde y encontró a otros que estaban ahí y les dijo: “¿Por qué habéis permanecido ahí, todo el día, sin hacer nada?” Respondieron: “Porque nadie nos ha contratado”. El “dueño de la propiedad” repite con mayor insistencia: Id también vosotros a mi viña. En la viña, donde hay tanto trabajo que nos espera a todos, no hay lugar para la inacción. ¿Es decir que, tratando de obrar a toda costa, podemos hacer “lo que sea”? En concreto podemos recordar dos tentaciones a las cuales los laicos no siempre han sabido escapar: la tentación de consagrarse con un interés tan vivo a los servicios y a las tareas de la Iglesia, que a veces llegan prácticamente a desentenderse de sus responsabilidades específicas en el plano familiar, profesional, social, económico, cultural y político; y, en sentido inverso, la tentación de legitimar la injustificable separación entre la fe y la vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en los dominios temporales y terrestres más diversos.

Pero para mí, que soy laico, ¿en qué lugar se encuentra la viña?

Nuestro soberano Pontífice Pío XII afirma: “Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; para ellos, la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Es por eso que, sobre todo ellos, deben tener una conciencia cada vez más clara no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia, es decir, la comunidad de los fieles en la tierra bajo la dirección del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia” *  Pío XII, Discurso a los nuevos cardenales (20 de febrero de 1946) : ASS 38 (1946), 149.. Sabiendo que el carácter secular es el carácter propio y particular de los laicos *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 5., se deduce que el lugar adonde les es dirigido el llamado de Dios debe ser entendido en términos dinámicos: en sus lugares de estudio, de trabajo, ahí donde están sus relaciones amistosas, sociales, profesionales, culturales. No son invitados a abandonar la posición que ocupan en el mundo. El bautizo, en realidad, no los retira del mundo, como lo subraya el apóstol Pablo: “Cada uno, hermanos, permanezca ante Dios en la condición en que recibió el llamamiento” (1 Cor 7, 24). Pero el bautizo les confía una vocación que concierne precisamente a su situación en el mundo: efectivamente, los fieles laicos son “llamados por Dios para trabajar en la santificación del mundo como desde dentro, a la manera de un fermento, ejerciendo sus propias obligaciones bajo la guía del espíritu santo, y para manifestar a Cristo ante los demás sobre todo a través del testimonio de su vida, radiante de fe, de esperanza y de caridad” *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 31.. El Verbo encarnado en persona quiso entrar en el juego de esta solidaridad. Santificó los lazos humanos, especialmente los de la familia, fuente de la vida social. Se ha sometido de manera voluntaria a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un artesano de su época y de su región.

Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se dirigen indistintamente a todos los discípulos de Jesús, se aplican de manera muy especial a los fieles laicos. Son imágenes maravillosamente significativas porque traducen no sólo la profunda inserción y la participación total de los fieles laicos en el mundo, sino sobre todo la novedad y originalidad de una inserción y de una participación destinadas a la difusión del Evangelio que salva.

Todo lo que decís, todo lo que hacéis, que sea siempre en nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre a través de Él

La vocación primera que el Padre ofrece en Jesucristo por mediación del Espíritu a cada laico es la vocación a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad. El Espíritu Santo, que santifica la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María, es el mismo Espíritu que reside y opera en la Iglesia para comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre. Y el santo es el testimonio más resplandeciente de la dignidad conferida al discípulo de Cristo. Todos en la Iglesia, precisamente porque son sus miembros, reciben y por lo tanto comparten la vocación común a la santidad. La vocación de los fieles laicos a la santidad exige que la vida según el Espíritu se exprese de forma particular en su inserción, en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrestres. Otra vez es el Apóstol quien nos compromete: “Todo lo que decís, todo lo que hacéis, que sea siempre en nombre del Señor Jesucristo, dando gracias a Dios Padre a través de Él” (Col 3, 17). Aplicando las palabras del Apóstol a los fieles laicos, el Concilio afirma de manera contundente: “Ni el cuidado de su familia, ni los asuntos temporales deben ser ajenos a su espiritualidad” * Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.. Tras ellos, los Padres del Sínodo han declarado: “La unidad de la vida de los fieles laicos es de extrema importancia: efectivamente, deben santificarse en la vida ordinaria, profesional y social. Para que puedan responder a su vocación los fieles laicos deben entonces considerar su vida cotidiana como una ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como de servicio hacia los otros hombres, llevándolos hasta la comunión con Dios en Cristo” *  Proposición 5..

Concluyamos con esta imagen bíblica de la viña y de los sarmientos, ya que resume cuáles son las raíces indispensables que permiten a cada uno, en comunión con el resto de la viña, dar fruto en abundancia. El nacimiento y la expansión de los sarmientos dependen de su inserción en la viña: “Del mismo modo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unido a la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 4-5).

CONSTRUCCIÓN DE UN MUNDO FRATERNO Y EVANGÉLICO

Reencontremos ahora a Francisco partiendo hacia Siria para predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos. El relato que sigue está tomado de la Vida Primera de Tomás de Celano. Se trata de extractos de su capítulo 20. La primera lectura de este relato tal vez te dejará perplejo. En efecto, lo que parece ser el tema principal del capítulo (el encuentro de Francisco con el sultán) ¡no ocupa más “espacio” que los numerosos comentarios, aparentemente digresivos, que lo preceden! No obstante veremos la unidad que reina en este relato y lo que finalmente busca hacernos descubrir Celano sobre el pensamiento y el comportamiento de Francisco de Asís.

El deseo de Francisco por el martirio, viajes a España y a Siria

Ardiendo de amor por Dios, el bienaventurado padre Francisco quiere todavía lanzarse a grandes aventuras y su gran corazón ambiciona alcanzar, siguiendo el camino de la voluntad de Dios, la cima de la perfección. Es así como, durante el sexto año que sigue a su conversión, ardiendo de deseo por el martirio, resuelve pasar a Siria para predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos.

Entonces Francisco embarca en un navío, pero los vientos son desfavorables y se encuentra en costas que distan apenas 150 kilómetros del punto de partida, con todos los demás pasajeros; sus grandes esperanzas se han visto defraudadas.

Francisco, servidor de Dios Altísimo, vuelve entonces la espalda al mar y se va a recorrer la tierra; la labra con la reja de su palabra y siembra el buen grano de Vida que abastece de buenas cosechas; muy numerosos son aquellos hombres dignos y generosos, clérigos y laicos, que vienen a compartir su vida. Tocados por la gracia del Altísimo quieren huir del mundo y valientemente arrancarse al demonio. Pero si el árbol evangélico produce profusamente frutos de calidad, no por eso el sublime deseo del martirio permanece menos ardiente en el corazón de Francisco. Es así como, poco después, toma el camino a Marruecos para predicar el Evangelio de Cristo al Miramolín y a sus correligionarios. El deseo que lo lleva es tan poderoso que a veces se aleja de su compañero de viaje y corre, embriagado de Espíritu, a realizar su proyecto. Pero Dios, en su bondad, tiene a bien preocuparse por mí (Tomás de Celano) y por muchos otros: Francisco ya ha llegado a España cuando Dios se le enfrenta y, para impedirle ir más lejos, lo aqueja con una enfermedad que lo obliga a interrumpir su viaje.

Poco después de su retorno a Santa María de la Porciúncula se presentan nuevos discípulos, nobles y letrados. Con su nobleza de alma y su rara discreción, sabe recibirlos con honor y dignidad, dando a cada uno lo que le corresponde. Dotado de un discernimiento exquisito toma en cuenta el valor y la posición de cada uno. Pero no encuentra descanso para su alma en tanto que no ha dado libre curso a sus impulsos. Es por eso que en el decimotercer año de su conversión navega hacia Siria en donde los cristianos sostienen cada día duros y heroicos combates en contra de los infieles. Toma un compañero y parte sin temor a afrontar al sultán de los sarracenos.

¿Quién podría describírnoslo haciendo frente intrépidamente, hablando con valor, respondiendo con seguridad y vehemencia a aquellos que insultan la religión de Cristo? Porque fue arrestado por los guardias incluso antes de llegar al sultán, fue abrumado de injurias y de golpes, pero no tembló; se le amenazó de muerte y no se inmutó; se le prometió el suplicio y no se conmovió. Tras haber sido el juguete de tanta rabia, finalmente es recibido por el sultán con mucha cortesía; éste le da todas las señales de favor y le ofrece numerosos regalos, para intentar doblegar su alma a las riquezas del mundo. Pero constatando que Francisco rechaza con energía todos esos bienes, queda estupefacto, lo ve como a un hombre extraordinario; lo escucha de buena gana y se siente penetrado por su palabra… Pero aun aquí el Señor rehúsa conceder los deseos del santo: se reserva acordarle el favor muy particular de otra gracia.

La conversión, condición previa a la construcción de un mundo fraterno y evangélico

¿No es curioso que Tomás de Celano sitúe los diferentes eventos consignados en este relato, no a partir de fechas como habría podido hacerlo un historiador, sino haciendo tan sólo referencia a un evento, evento que además de todo tampoco sitúa temporalmente? Tomás de Celano nos enseña así que la primera tentativa de Francisco por ir a Siria se sitúa durante el sexto año de su conversión. Utiliza el mismo procedimiento para la segunda partida hacia Siria: el decimotercer año de su conversión. A decir verdad, parece que el conjunto del relato se articula alrededor de este hecho: la conversión de Francisco. En el primer capítulo de este manual, hemos descubierto cuál era ese evento de la vida de Francisco llamado conversión por Tomás de Celano: se trataba del encuentro con el leproso y de todo lo que había resultado de eso para Francisco. En su testamento Francisco relata su conversión (designada también con la palabra penitencia) precisando el origen de ésta: He aquí cómo el Señor me dio, a mí hermano Francisco, la gracia de comenzar a hacer penitencia. Para Francisco, es el Señor quien se encuentra en el origen de su conversión. Es Él el pastor que vino a buscar a la oveja perdida: en la época en la que estaba todavía en los pecados, la vista de los leprosos me era insoportable. Pero el Señor mismo me condujo entre ellos. Y la conversión es la respuesta del hombre al llamado de Dios que lo invita a entrar en comunión con él. Esta conversión conoce dos aspectos que podrían calificarse de indisociables: 1/ el cambio interior radical, que Francisco resume en su testamento por medio de estas palabras: Luego, esperé poco y dije adiós al mundo; 2/ y los actos exteriores que esta conversión implica: cuidaba a los leprosos con todo mi corazón. Entrar en comunión con el Padre de todos los hombres pasa necesariamente por el cumplimiento de Su voluntad.

Francisco parafrasea con alegría la oración del Páter y desarrolla, en un equilibrio y orden perfectos, ese doble aspecto de la conversión cuando viene en cumplimiento de la voluntad del Padre:

El relato del viaje de Francisco a Siria referido por el hermano Celano nos muestra una puesta en aplicación concreta de esta comunión con nuestro Padre celestial. Detengámonos algunos instantes en los rasgos sobresalientes de este relato.

El amor de Dios

El vocabulario utilizado por el hermano Celano para describir el comportamiento del héroe de su relato podría parecer exuberante: siguiendo el camino de las voluntades de Dios; servidor de Dios Altísimo; embriagado del Espíritu; ardiendo de amor por Dios; ardiendo de deseo por el martirio; el sublime deseo del martirio; siembra el buen grano de Vida. Pero cuando comparamos estas descripciones con la paráfrasis que Francisco hace del Páter, vemos que se trata de la misma savia espiritual que se derrama. Celano nos describe el personaje de Francisco con una precisión y una exactitud que harían sonrojar de envidia al más preciso de los biógrafos: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti con toda el alma, deseándote siempre a ti… Para Francisco, amar a Dios exige un compromiso total de sí mismo, un amor sin límite por parte de todos los hombres.

El movimiento hacia el otro

Para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos… nos dice Francisco en su paráfrasis. Lo que es extraordinario con Francisco es que, consciente de que todos somos hijos de un mismo Padre, éste va a ponerse en movimiento hacia el otro, a fin de volverlo prójimo: prójimo de sí mismo, por supuesto, como un hermano puede serlo, pero sobre todo prójimo de ese Padre único del que todos somos hijos.

Amar a sus prójimos como a sí mismos: atravesando el mar, recorriendo la tierra, Francisco deroga las distancias. Lo logra de suerte que el más lejano de los hombres se convierta en “un prójimo”. No encuentra uno al sultán de los sarracenos permaneciendo encerrado en su casa, sino abandonando todo para ir a su encuentro. El relato de Celano no deja de recordarnos ese movimiento continuo hacia el otro y aquello que lo motiva: ardiendo de amor por Dios, Francisco quiere todavía lanzarse a grandes aventuras; se va a recorrer la tierra; la labra con la reja de su palabra y siembra el buen grano de vida; resuelve pasar a Siria para predicar la fe cristiana; toma el camino de Marruecos para predicar el Evangelio de Cristo; el deseo es tan poderoso que corre; parte sin temor a afrontar al sultán de los sarracenos…

Francisco tiene como preocupación amar a todos sus hermanos terrestres acercándolos a nuestro Padre celestial: Para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos, atrayendo a todos, según nuestras fuerzas, a tu amor. Y Francisco no realiza ese movimiento hacia el otro con “armas de guerra en mano”. No busca convertir a “todo precio”, por “cualquier medio”. Más bien, al contrario de los cruzados de su tiempo y de muchos otros “defensores de Dios” de nuestros tiempos modernos, Francisco no utiliza espadas y lanzas, caballos y carros de asalto, escudos y armaduras. Para Francisco, cumplir la voluntad de Dios hacia todos los hermanos terrestres es atraerlos a todos hacia el amor de Dios compartiendo sus alegrías, ayudándolos a soportar sus penas y no haciéndoles ningún mal.

La acogida del otro

En este relato del viaje a Siria podemos preguntarnos por qué Tomás de Celano refiere la llegada de nuevos discípulos al seno de la orden de los hermanos menores: numerosísimos vienen los hombres, dignos y generosos… numerosos discípulos se presentan, nobles y letrados… para compartir su vida. ¿El hermano Celano carecerá a tal punto de lógica o de espíritu analítico para que cometa el error de tal mezcla de géneros? ¿Qué relación hay entre la llegada de esos nuevos discípulos y el viaje a Siria?

En esta evocación, aparentemente improvista, el hermano Celano relata algunas de las virtudes de Francisco en un contexto que conoce perfectamente por haberlo vivido él mismo: …pero Dios en su bondad tuvo a bien preocuparse por mí y por muchos otros. El joven postulante había debido quedar encantado con la acogida que le había reservado Francisco en el momento de su llegada a la orden. Y pudo ser testigo del mismo sentido de acogida para los otros discípulos, cuyo estado de vida inicial (dignos y generosos… nobles y letrados…), probablemente similar al suyo cuando él mismo se presentó, tal vez habría podido repeler a un enamorado de la pobreza y de la sencillez como Francisco. Pero Francisco los recibe con honor y dignidad, dando a cada uno lo que le corresponde. Dotado de un discernimiento exquisito, toma en cuenta el valor y la posición de cada uno. De hecho, el hermano Celano nos expone las virtudes de Francisco en un contexto que conoce perfectamente, como para sugerir al lector que son esas mismas virtudes que deben prevalecer en Francisco cuando se da su encuentro con el sultán. Lo que nos relata de forma certera el hermano Tomás es que el sultán recibe a Francisco con mucha cortesía. Hay, por parte de personas que son de razas, culturas y religiones diferentes, una acogida y una escucha mutuas. La acogida y la escucha: son esas dos virtudes necesarias al artesano de la paz, dos virtudes que testimonian la construcción de un mundo fraterno… Pero antes de eso, Francisco y su compañero conocen la adversidad.

El arresto por parte de los guardias: el servidor en la adversidad

Todo lo anterior es muy bello, ¡incluso ejemplar! A todos nos gustaría poder vivir y ser los actores de este género de situaciones. Seríamos entonces artesanos activos de la paz en el mundo. ¿Quién sabe si no seríamos conocidos, reconocidos e incluso adulados en el mundo entero por llevar a cabo tales obras? ¿Acaso no tiene la gloria muchos amigos? Sin embargo, recordemos la quinta admonición de Francisco. Éste invita a todo hombre a no enorgullecerse, sino a colocar su orgullo en la cruz del Señor. También el servidor de Cristo está llamado a configurarse en su maestro incluso en la adversidad. Esta adversidad es el destino de los discípulos de Cristo: si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Jn 15, 20). Y cuando se llama uno Francisco, está configuración aun en la adversidad es incluso buscada, deseada más que cualquier otra cosa: … ardiendo de deseo por el martirio;… no por eso el sublime deseo del martirio permanece menos ardiente en el corazón de Francisco.

La preparación de la partida hacia Siria y la acogida de nuevos discípulos son las partes que responden y preparan el encuentro con el sultán.

A pesar de que las apariencias podrían hacernos pensar que el encuentro con el sultán constituye el momento más importante del relato, de hecho son el arresto por parte de los guardias y lo que sucede entonces lo que constituye el meollo del texto. A ojos de Francisco (y a ojos de la Iglesia) el martirio es la imitación plena de Cristo, la lograda participación en su testimonio y en su obra de salvación. Ahora bien, en este episodio, Francisco es el juguete del mundo, como todo discípulo de Cristo: es arrestado por los guardias, abrumado de injurias y golpes, amenazado de muerte y de suplicio… Imita aquí la humildad de Cristo y sufre los mismos ultrajes. Es la prefiguración de otra gracia, de la que habla el epílogo de Celano y que será la aparición de los estigmas: se reservaba acordarle el favor muy particular de otra gracia.

¿La construcción de un mundo fraterno y evangélico requiere la conversión del prójimo a la fe de Cristo?

No hemos intentado definir aún lo que podía ser “la construcción de un mundo fraterno y evangélico”. Responderemos a esta cuestión de manera más amplia posteriormente en este mismo capítulo *  En el comentario del artículo 14 de nuestra regla, en el apartado titulado : “El agua convertida en vino: construir un mundo más fraterno y evangélico”.. Por el momento, y aprovechando el relato del viaje de Francisco a Siria, planteémonos la pregunta: ¿La construcción de un mundo fraterno y evangélico debe dejarnos considerar que esta construcción pasa por la conversión de la humanidad entera a la fe de Cristo? ¿Acaso no es Jesús mismo quien nos envía en misión: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos (Mt 28, 19)? Sin embargo, cuando se escucha a Francisco enseñar al hermano León lo que es la alegría perfecta (Flor, 8) podemos compartir la sorpresa del hermano León en lo concerniente a la actividad apostólica: ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la alegría perfecta. Y san Pablo insiste: Y si tengo el don de profecía y conozco todos los misterios y todo el saber; y tengo tanta fe como para mover montañas, pero no tengo caridad, nada soy (1 Cor 13, 2).

La problemática planteada de esta manera nos permite entrever la respuesta a la pregunta planteada: la construcción de un mundo fraterno y evangélico no debe estar supeditada, y no puede estar supeditada a la conversión previa del mundo entero a la fe en Cristo Salvador y Redentor. Sería un sinsentido, un temible desvío, propicio a hacer retroceder el reino de Dios en la tierra. Imaginemos por un instante la regresión que el cristiano se impondría e impondría al mundo y a Dios razonando así: “¡no seré fraterno y caritativo con mi prójimo salvo en la medida en que éste se convierta a mí fe!” Eso sería idolatrar su propia fe y sus convicciones en lugar de creer en Dios Trinitario. En cierto sentido, sería adoptar el comportamiento del fariseo que reprocha a Jesús el curar a los enfermos el día del Sabbat o de dar una buena acogida a los pecadores.

El pequeño relato que nos refiere Tomás de Celano sobre el viaje de Francisco a Siria nos da un ejemplo *  Un ejemplo « ejemplar ». No está bien dicho, ¡pero es tan cierto! de lo que es la construcción de un mundo fraterno y evangélico. Vemos ahí a Francisco ir al encuentro del otro, ¡y cuán diferente es ese otro de sí mismo! Y en este encuentro, Francisco testimonia una acogida del otro basada en el respeto de éste. No se oye a Francisco criticar al sultán o a la religión que practica, ni en ese momento ni tampoco a su regreso de Siria, por otra parte. Esas actitudes de Francisco son confirmadas en la redacción de su primera Regla (1R 16, 5-7): Y los hermanos que van (entre los sarracenos y otros infieles), pueden vivir espiritualmente entre ellos de dos modos. Uno es que no promuevan disputas ni controversias, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. El otro es que cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios…

Sepamos vivir este encuentro y esta acogida en todo sitio al que nuestro destino nos conduzca: nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra ciudad, nuestro país y en todo el universo.

PARA QUE SE CONVIERTA EN EL REINO DE DIOS

Ahora vamos a abordar la profundización de cuatro artículos de nuestra regla. Si el estudio de estos artículos ha sido agrupado en un mismo capítulo, es porque las nociones que desarrollan son, en muchos aspectos, bastantes cercanas las unas de las otras. Así, el estudio de uno permite enriquecer la comprensión de los otros.

Artículo 10

Asociándose a la obediencia redentora de Jesús, que sometió su voluntad a la del Padre, cumplan fielmente las obligaciones propias de la condición de cada uno, en las diversas circunstancias de la vida *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 41., y sigan a Cristo, pobre y crucificado, confesándolo aun en las dificultades y persecuciones *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 42 B..

Para ayudarnos a profundizar este artículo de nuestra regla, comenzaremos por transportarnos hacia el año 600 antes de Cristo, bajo el reino de los reyes de Judá, Josías y Joaquín, y hasta la deportación de Jerusalén a Babilonia. Se trata de ese período trágico donde se prepara y se acomete la ruina del reino de Judá. El profeta Jeremías recibe como misión anunciar la Palabra del Señor en el transcurso de toda esta época.

Así dice el Señor

Jeremías es ese profeta que va a ser escogido por Dios desde el seno materno para anunciar su Palabra: “Antes de formarte en el seno materno te conocí, desde antes que nacieras te consagré: profeta de las naciones te constituí” (Jr 1,5). Las profecías que va a anunciar no son muy agradables de oír para sus contemporáneos. Primero comenzará por subrayar la apostasía de Israel. Cuando decimos “comenzará” nos referimos a su calidad de profeta, es decir que lo que dirá será pronunciado en nombre del Señor. Cada una de sus intervenciones comenzará además con la expresión: “Así dice el Señor”.

Así dice el Señor: Recuerdo de ti el cariño de tu juventud, el amor de tu noviazgo (…) Santo para el Señor era Israel, primicia de su cosecha (…) Así dice el Señor: ¿Qué culpa hallaron vuestros padres en mí para que de mí se alejaran y caminaran tras la nada, y en nada se convirtieran? (…) Dos males hizo mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, y se excavaron cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua (…) Desde antiguo quebraste tu yugo, tus coyundas has roto, diciendo: ‘No quiero servir’, cuando sobre toda la colina elevada y bajo todo árbol frondoso te echabas como prostituta. Yo te había plantado como cepa escogida, toda ella de semilla genuina. ¿Cómo, pues, para mí te has cambiado en sarmientos silvestres de viña bastarda? (Jr 2, 2-21).

Jeremías atraviesa entonces la dramática historia del pueblo de Israel, finalmente deportado a Babilonia, predicando, amenazando, prediciendo la ruina, advirtiendo en vano a los reyes incapaces que se suceden el trono de David. Es acusado de derrotismo por los militares, es perseguido, encarcelado. El drama de esta vida no reside solamente en los eventos en los cuales se encuentra metido Jeremías; reside también en la profecía misma. Jeremías tiene un alma tierna, hecha para amar y es enviado para “arrancar y arrasar, para destruir y derruir” (Jr 1, 10). Sobre todo debe predecir la desgracia (Jr 20, 8). Desea la paz y siempre tiene que luchar, contra los suyos, contra los reyes, los falsos profetas, el pueblo entero. Ante los ojos de sus contemporáneos es “hombre de discusión y de discordia para todo el mundo” (Jr 15, 10). Está desgarrado por una misión de la que no puede apartarse (Jr 20, 9). Sus diálogos interiores con Dios están sembrados de gritos de dolor: ¿Por qué mi dolor ha de ser continuo? (Jr 15, 18). Y el pasaje desgarrador que anuncia a Job: ¡Maldito el día en que nací!... (Jr 20, 14). Pero este sufrimiento ha depurado su alma y la ha abierto al comercio divino.

Lo que hay de notable en Jeremías es la fuente en la que abreva para dirigirse no solamente a sus contemporáneos, sino también a nosotros mismos hoy en día. No dice: “Así hablan los sondeos”, lo que le habría permitido obtener la consideración de sus contemporáneos, o bien “así lo desea la mayoría”, o “así lo dice mi sindicato”, o “así lo dice mi partido político”, o incluso “es la ley del más fuerte la que debe aplicarse”, “está prohibido prohibir” y “haced entonces lo que queráis”, sino que dice, proclama contra viento y marea: “Así dice el Señor”. Es la palabra de Dios la que lo construye, la que le da forma, la que lo conduce a pesar de los sufrimientos y las persecuciones. Jeremías prepara la Nueva Alianza cristiana poniendo los valores espirituales en primer plano, develando las relaciones íntimas que el alma debe tener con Dios. Su vida de abnegación y de sufrimientos al servicio de Dios hace de Jeremías una figura de Cristo.

Poner su voluntad en la del Padre

Ahora releamos el artículo 10 de nuestra regla. No miente, no cuenta una historia romántica salida de la imaginación y que sólo puede permanecer ahí, sin ninguna relación con la vida real. Es cuestión de obediencia, de comunión con la obediencia redentora de Jesús: hay que poner su voluntad en la del Padre, cumplir con fidelidad sus compromisos. En resumen, seguir al Verbo encarnado, Palabra del Señor. Francisco, en su carta a toda la Orden, nos exhorta de la misma manera y nos precisa incluso cómo hay que recibir esta palabra de Dios y lo que hay que hacer: Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del hijo de Dios (CtaO 6). Francisco insiste incluso inmediatamente después, porque no se trata tan sólo de inclinad el oído a la Palabra, sino de hacerla suya cumpliéndola: Guardad sus mandamientos en vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente (CtaO 7). Estos mandamientos y consejos para vivir en las diversas situaciones de la vida deben ser vividos en toda circunstancia en comunión con Jesús, pues por esto os envió al mundo entero, para que de palabra y con las obras deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (CtaO 9). Sabemos lo que nos espera actuando así, pues el esclavo (yo hoy) no es mayor que su señor (Cristo pobre y crucificado) (Jn 15, 20): incluso en las dificultades y persecuciones, predice nuestra regla. ¿Quiere decir que hay que buscar dificultades y persecuciones? No, no es necesario buscarlas. Las dificultades y las persecuciones vienen a nosotros sin que sea necesario perseguirlas. Pero hay que volver a decir que aquel que quiere seguir a Cristo debe: 1/ renunciar a sí mismo (lo que es ya una “bendita” dificultad), 2/ cargar su cruz cada día (es decir tener un espíritu de sacrificio capaz de sufrir por  amor a Dios y a sus hijos, los hombres), 3/ y finalmente, seguir a Cristo, el Salvador. Francisco nos alienta: Perseverad en la disciplina y en la santa obediencia, y cumplid lo que le prometisteis con propósito bueno y firme (Cta0 10).

Artículo 14

Llamados, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, a CONSTRUIR UN MUNDO MÁS FRATERNO Y EVANGÉLICO para edificar el Reino de Dios, conscientes de que "quien sigue a Cristo, Hombre perfecto, se hace a sí mismo más hombre", cumplan de modo competente sus propios deberes con espíritu cristiano de servicio *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 31. Constitución Pastoral Gaudium et spes (sobre la Iglesia en el mundo actual), 93..

Con todos los hombres de buena voluntad

Para definir la buena voluntad primero hay que hablar de libertad. La libertad es el poder de actuar o de no actuar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por medio del libre albedrío cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y maduración en la verdad y la bondad. Sabiendo que Dios es verdad y que sólo Dios es bueno, podemos afirmar que la libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza *  CIC 1731..

Santa María Magdalena, la pecadora de los siete demonios, había elegido la esclavitud del pecado. Se prostituía. Tocada por la voz del buen pastor, la oveja perdida se convierte y busca a su Dios. Tiene la voluntad de hacer esta búsqueda. Es siempre la voluntad la que da su valor al acto. Resulta que la liturgia propone, para la fiesta de Santa María Magdalena, lecturas que relatan bien esta búsqueda del bien, es decir, esta buena voluntad deliberada de volver su corazón hacia Dios y de ordenar sus acciones cotidianas. Notaremos que esta búsqueda no se logra sin esfuerzo: “En mi lecho, en la noche, buscaba yo al amado de mi alma: lo buscaba y no lo hallé. Me levanté, recorrí la villa por callejas y plazas, en busca del amado de mi alma. Lo buscaba y no lo hallé (…) topé con el amado de mi alma. Le así y ya no le dejaré” *  Cant 3, 1-4 (lectura de la fiesta de santa María Magdalena).. Cuando se encuentra a Cristo, Aquel que es todo bien, sin el que nadie es bien, no solamente cambia la visión del mundo, sino que el mundo mismo se transforma: “Cristo por todos murió, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y fue resucitado. Así que nosotros, desde ahora en adelante, a nadie conocemos por su condición puramente humana (…) De modo que, si alguno está en Cristo es una nueva criatura. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nuevo” *  2Cor 5, 15-17 (lectura de la fiesta de santa María Magdalena)..

Sin embargo, la construcción de este nuevo mundo no puede lograrse sin mis hermanos. Debe construirse con todos los hombres de buena voluntad, es decir, con todos aquellos que tienen sed de él, con todos aquellos que lo contemplan, con todos aquellos que lo bendicen, con todos aquellos que unen su alma a Él *  Según el salmo 62 (salmo de la fiesta de santa María Magdalena).. Es entonces a todos nosotros, hombres llamados a la Buena Voluntad, que María Magdalena, muy temprano, viene a anunciarnos: “He visto al Señor, y he aquí lo que me ha dicho” *  Jn 20, 18 (evangelio de la fiesta de santa María Magdalena)..

Quedaos aquí

Esta exhortación de Francisco: “quedaos aquí”, podría parecer contradictoria con el pasaje del Cantar de los Cantares que acaba de ser mencionado: Me levanté, recorrí la villa por callejas y plazas. No es necesario oponer estos textos porque el Cantar relata, con la ayuda de una imagen, el esfuerzo necesario, el progreso en la virtud, el conocimiento del bien y la ascesis que vuelven libre de la verdadera libertad. El “quedaos aquí”, por su parte, nos indica el lugar donde hay que trabajar en la viña del Señor. A este respecto recordemos la frase de nuestro soberano Pontífice Pío XII: “Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia” *  Pío XII, op. cit..

San Francisco creó la orden de los penitentes en 1221. Se trataba de hombres y de mujeres que, tras haber alimentado durante largo tiempo el apetito de los alimentos terrestres, habían encontrado la ocasión de un nuevo nacimiento en la doctrina de Francisco, pero sin llegar sin embargo hasta renunciar a asumir sus responsabilidades para con el mundo y a tomar el camino de la pobreza absoluta. Es a nosotros, sus hermanos de la Orden Franciscana Seglar, que Francisco nos dice: “No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas” (Flor 16, 9). Notemos de paso que Francisco no nos dice: “Os diré lo que hay que hacer para enderezar al mundo”, sino que Francisco sabe que con la conversión de cada uno comienza la única verdadera reforma de la sociedad, la única verdadera construcción de un mundo más fraterno y más evangélico.

El agua convertida en vino: construcción de un mundo más fraterno y evangélico

Construir un mundo más fraterno y más evangélico es, a semejanza de Cristo, cambiar el agua en vino en nuestra vida cotidiana. El matrimonio existía ya antes de que Jesús fuera presentado en las bodas de Canaán. La prueba está en que precisamente Jesús y su madre son invitados a las bodas. Pero la presencia de Cristo modifica el proceso habitual. Por lo general, el agua no se convierte en vino; además se comienza siempre sirviendo el mejor vino y, cuando los invitados han bebido un poco, se empieza entonces a servir el vino de menor calidad. Jesús turba el orden de las cosas: convierte el agua en vino, es decir que lo que es simplemente refrescante (el agua) se convierte en una bebida digna de ser servida a los invitados al matrimonio (el vino). Esto no es la única turbación que lleva a cabo. En los usos humanos se comienza por embriagar a la gente con buen vino para luego engañarla sirviéndole uno menos bueno. Jesús, Él, sirve el mejor al final. Su presencia en el matrimonio significa que no rechaza al mundo, sino que lo transforma actuando con un objetivo último: las bodas celestes. Nosotros somos llamados a hacer lo mismo porque construir un mundo más fraterno y evangélico es convertir el agua en vino. ¿Realizar esta transformación nos parece infranqueable? ¿Nos parece ineficaz? Nuestro soberano Pontífice Juan Pablo II, en su carta encíclica “Sollicitudo Rei Socialis” (la preocupación social) nos anima a seguir esta vía: incluso en la imperfección y en lo provisorio, nada estará perdido ni será en vano de lo que se puede y debe realizarse por medio del esfuerzo solidario de todos y por la gracia divina en cierto momento de la historia para volver “más humana” la vida de los hombres. El Concilio Vaticano II, en un pasaje luminoso de la constitución Gaudium et spes, nos enseña lo siguiente: “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre ‘el reino eterno y universal’ (…) El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra” *  Constitución Pastoral Gaudium et spes (sobre la Iglesia en el mundo actual), 39..

Para que se convierta en el reino de Dios

“La Iglesia sabe bien que ninguna realización temporal se identifica con el Reino de Dios, pero que todas ellas no hacen más que reflejar y en cierto modo anticipar la gloria de ese Reino, que esperamos al final de la historia, cuando el Señor vuelva. Pero la espera no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional, en la medida en que ésta —sobre todo ahora— condiciona a aquélla” *  Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo Rei Socialis, 48, Librería Editrice Vaticana, 1987..

Además, ¿acaso no se hizo Dios hombre? El Nuevo Testamento encuentra su contexto en un clima social determinado, teniendo como telón de fondo el taller de un carpintero y, como actores, pequeños propietarios, granjeros, comerciantes libres de comprar y vender, soldados, magistrados y funcionarios. Fue necesario un decreto oficial para que María y José se dirigieran al lugar donde Cristo debía venir al mundo; pero notemos de paso que en el Evangelio no hay una denuncia del poder imperial por sí mismo. En el mismo orden de ideas, cuando Jesús lamenta la suerte del joven rico, no es porque el joven sea rico, sino porque no ha sabido acoger en sí la gracia de la vocación a la pobreza. Del mismo modo, en las parábolas, el propietario de la viña posee el derecho de determinar por sí mismo el monto del salario justo que pagará a los jornaleros, sin tener que solicitar por lo tanto el permiso de actuar ante cualquier tipo de organismo. Cuando Pablo escribe a Filemón pidiéndole que acoja a un esclavo fugitivo con la caridad de Cristo, no se lanza a ninguna denuncia de la esclavitud en sí.

El Nuevo Testamento no contiene consignas precisas respecto a los problemas sociales. Nuestra regla de vida tampoco. El Evangelio no es un manual de moral social: no hace ninguna mención a la economía política, ni a la democracia, ni al proletariado, ni a la propiedad del Estado, ni a los hospitales. Pero está animado por un dinamismo revolucionario auténtico, por un poder capaz de transformar a los hombres y a las sociedades, y de construir un mundo nuevo, finalmente conforme a la justicia de Dios: con todos los hombres de buena voluntad, los hermanos seglares de San Francisco son llamados a construir un mundo más fraterno y más evangélico para que se convierta en el reino de Dios.

Jesús ha dicho todo lo que había que decir en materia de economía política cuando planteó el principio de que nuestro Padre Celestial sabe lo que nos hace falta en materia de alimento y vestido. Pues todo un programa de reformas se encuentra implicado en el mandamiento: “Buscad primero el reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 33). No seamos entonces impacientes. Y no falsifiquemos la palabra del Señor de esta manera: “Construyamos primero una economía conveniente, y el reino de la utopía proclamada por los cristianos le seguirá automáticamente” *  El contenido de este apartado se ha compuesto con extractos retocados de Wicks, Sidney F., Dieu m’a donné des frères, Eds. Franciscanas, 1964, pp. 144-150 (Revelación y revolución), así como de la obra de reflexión y de meditación escrita por el hermano Raymond Moisdon, ofm, Sociologie divino humaine du Christ de l’évangile à travers saint Jean – le Christ au travail, OCEP, 1975.. Para numerosos medios no cristianos, el cristianismo sería entonces una “ilusión paralizante” destinada al mejoramiento de las condiciones humanas. Es “el opio del pueblo” que pretendía Carlos Marx. La proclamación del Evangelio no es opio sino que es, si bien alcanzando lo humano, la dinamita espiritual que estalla en lo alto y por todo lo alto.

Jesucristo muere en la cruz declarando: “Tengo sed”. Como a la samaritana, declara a los hombres su sed de almas buscadoras de plenitud. Como a la samaritana, revela a la humanidad misma su “propia sed” de plenitud y le revela también la fuente: “ÉL MISMO”. Tampoco duda en recordarnos: “Así como mi Padre me ha enviado, Yo también os envío”. Yo os envío a recrear personalmente la amistad entre cada uno y Dios.

Soy el Cristo y tú te volverás más hombre

Para volverse más hombre hay que seguir a Cristo, nos precisa nuestra regla. ¿No es sorprendente esta exhortación de seguir a Dios hecho hombre para convertirnos nosotros mismos en hombres dignos de serlo? Dicho de otro modo, si quieres volverte más hombre, sigue las acciones de Dios hecho hombre. Pero estas acciones, ¿cuáles son? Y ante todo, ¿sobre qué bases reposan? *  Las líneas que siguen están tomadas de Rougier, Stan, Quand l’Amour se fait homme, Desclée de Brouwer, pp. 43-47.

Dios es amor. En el Evangelio, poco a poco, Jesús revela su secreto: viene de un mundo donde el amor es la única ley, el único deseo, la única vida. Es el “Bien amado” del Padre cuyo amor es inagotable, sin límites. El amor no es un suspiro, un sentimiento ligero o pasajero. El amor es el Infinito, es lo Absoluto; es el comienzo y el término de todo. En el principio era el amor. El Amor es la unión del Padre eterno y de su Hijo eterno en el deslumbramiento del Espíritu. Esta revelación decisiva se llevará a cabo en la más absoluta discreción. Jesús no dirá: “Soy la segunda persona de la Trinidad”. Deja a sus discípulos el cuidado de sacar las consecuencias de sus propósitos, de su resurrección, del envío del Espíritu Santo tras su “partida”.

Para entrar al reino donde nos amaremos todos, hay que echar de nuestro corazón lo que hiere al amor, lo que mata a ser amado. “Ama y vivirás”, “Ama y harás vivir”. Jesús no se aleja jamás de estos dos pensamientos que lo habitan, sino que dirá y vivirá lo que significa el verbo amar.

Para Jesús, amar no significa deshojar margaritas repitiendo: “me quiere mucho, poquito, nada…”. Para Jesús amar se traduce por la calidad de la mirada. En la semilla más minúscula reconoce al árbol donde algún día se guarecerán los pájaros. “Si conocieras la belleza de una sola alma humana, no dudo que por su salvación estuvieras dispuesto a sufrir cien veces la muerte. Nada es comparable a esta belleza” (Catalina de Siena).

Para Jesús, amar consiste en compartir su pan con el hambriento, sus vestidos con el descalzo, su casa con el desalojado, su reputación con aquel que ha sido deshonrado, su trabajo con aquel que está desempleado. Amar es pasar una tarde con un enfermo o con un hombre en prisión. Para Jesús, amar es defender a una mujer que la ley condena a ser ejecutada. Es proponer su amistad a un recaudador de impuestos, deshonesto y detestado, a riesgo de perder su credibilidad ante las masas. Para Jesús, amar es acoger en pleno banquete oficial a una mujer de la mala vida, cuyos gestos comprometen gravemente su reputación de guía espiritual. Es besar con fascinación a chiquillos ruidosos y desgastantes. Para Jesús, amar es frecuentar tanto al ocupante enemigo como al resistente, al intelectual como al manual, al impío como al hombre de bien. El más espantoso será siempre el más amado, no porque sea espantoso, sino para que ya no lo sea. Así como el niño más enfermo será siempre el más cuidado, para que se cure. No despreciemos nada. Jesús no tiene la menor complicidad con los desfalcos, ni con la libertad sexual, ni con el poder alienante de Roma. Si el estado de pecado lo desgarra, el menor cambio por parte del pecador provoca sus más grandes alegrías.

Para Jesús, amar es interrumpir un viaje por un herido desconocido, llevarlo al hospital y decir: “Enviadme la cuenta de los gastos”. Para Jesús, amar es acoger un hijo fugitivo y juerguista con lágrimas de alegría, sin una palabra de reproche. Es confiar una misión de apóstol a una samaritana cuya vida está lejos ser ejemplar. Para Jesús, amar es perdonar a sus verdugos… no veinte años más tarde, sino en el mismo momento, bajo la tortura: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” Para Jesús, amar es ser para sus semejantes lo que el sol y el agua son para las plantas. La luz y la lluvia no imponen nada a la planta. Solamente le permiten existir, “según su especie”.

¿De dónde ha sacado Jesús el secreto de tal amor? ¿Qué es entonces este hombre para amar a aquellos a los que nadie se atreve a acercarse? Jesús mismo nos da la respuesta a estas preguntas: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 48 y 5, 45).

En un espíritu cristiano de servicio

“¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gn 4, 9), pregunta el Señor a cada uno de nosotros. Ahora es fácil imaginar que la respuesta correcta a esta pregunta no es en realidad esa que formula Caín: “No lo sé. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” Ejercer con competencia sus propias responsabilidades en la vida profesional, social, política, familiar, es responder a la pregunta del Señor: “¿dónde está tu hermano?” a través de palabras y de actos que toman en cuenta al “beneficiario final” del servicio prestado: mi hermano, hijo del mismo Padre. En el apartado anterior descubrimos numerosas maneras de conjugar el verbo amar. Relacionado con sus propias responsabilidades, es querer seguir a Cristo: “El que quiera servirme que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12, 26). Jesús no expone con esto lo que podría ser considerado como un simple procedimiento literario, sino que Jesús nos da unas “instrucciones” del servicio cristiano que trastocan la jerarquía de los valores tradicionalmente admitidos. Efectivamente, ejercer con competencia sus propias responsabilidades puede fácilmente suscitar, para aquel cuyas responsabilidades son ser el empleador, o el ejecutivo, o el jefe de servicio, o el jefe de equipo, o el compañero ayudado por su obrero (pues todos somos “responsables” de alguien más), un sentimiento de superioridad que lo lleva a considerar que la verdadera relación se conjuga con un: “yo soy el que manda; tu el que obedece”. Evidentemente, el espíritu cristiano de servicio no aleja a aquel que tiene a cargo la responsabilidad de las inevitables decisiones que debe tomar y asumir. Pero debe hacerlo en el espíritu de Cristo servidor. “Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Pues bien, yo estoy entre vosotros como quien sirve” (Lc 22, 27). Iluminados por lo que acaba de decirse, también podríamos traducir por: ¡Pues bien” ¡Yo estoy entre vosotros como el que ama!...

Artículo 15

Estén presentes con el testimonio de su vida humana y también con iniciativas valientes, tanto individuales como comunitarias, en la promoción de la justicia, particularmente en el ámbito de la vida pública; empéñense en opciones concretas y coherentes con su fe *  Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 14..

Con el testimonio de su vida humana

No es sorprendente que el artículo 15 de nuestra regla distinga el testimonio de su vida humana de las iniciativas valientes, ¡como si las segundas no fueran representativas del primero! Si se hace esta distinción, ¿no es para subrayar que hay, en el testimonio de su vida humana, algo que engloba e incluso sobrepasa las obras que pueden ser cumplidas en el tiempo que nos es permitido vivir? En las primeras páginas de este capítulo, leemos un apartado que explicita perfectamente este matiz: todo lo que decís, todo lo que hacéis, que sea siempre en nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo a través de Él vuestra acción de gracia a Dios Padre. La vocación primera y fundamental que el Padre ofrece en Jesús por mediación del Espíritu Santo a cada laico es la vocación a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad. El santo es el testimonio más deslumbrante de la dignidad conferida al discípulo de Cristo.

Entonces, ¿debemos testimoniar instigando revoluciones? ¿Debemos actuar de suerte que tomemos el poder temporal para lograr poner en marcha (y lograr imponer) lo que es bueno y justo?

El Nuevo Testamento se centra por entero en torno a la Revelación. No tiene nada que enseñarnos en lo que concierne a la revolución. Cuando Cristo envía su Espíritu a la Iglesia que acaba de nacer, no es con el objetivo de abrirse una vía de acceso al poder. Pero la venida de un santo capaz de volver a dar sentido a la vida de los hombres vale cien concordatos, aunque los concordatos sean cosas necesarias. Y el secreto del poder ejercido por el Espíritu es que opera por medio de una lenta transmutación y no por medio de una reforma brutal. Esta transmutación es el fruto de la gracia, ya que las reformas brutales vienen a ser frecuentemente el trasplantar un sarmiento nuevo a una vid sin savia. No es entonces por medio de la revuelta en contra de aquellos que gobiernan que las naciones se vuelven grandes y libres, sino por medio de la conducta santa de los ciudadanos; así se obtiene la ayuda del Señor. Pues eso es el estatuto del reino de Cristo: no las revueltas, que no salvan, sino la santificación de la autoridad impregnándola de nuestra santidad.

A nosotros nos corresponde responder al llamado del Señor para ir a trabajar a su viña. A nosotros nos corresponde ser santos. Más personalmente a mí, hoy y hasta mi muerte, me corresponde ser un santo.

Con iniciativas valientes

Es así como la Iglesia encuentra su dinamismo profundo en el poder de los dones que le concede el Espíritu Santo. Ninguna legislación, por muy democrática que sea, puede aportar absolutamente nada a la Iglesia en materia de santidad. Al igual que la Jerusalén celeste en la visión de san Juan, la Iglesia desciende del cielo. Es un don de Dios. Es el cuerpo de Cristo. Es entonces verdaderamente, la criatura desapareciendo en el Creador; es el creador que opera y Él es infinito.

Se nos exhorta a dar testimonio de nuestra propia vida (de santidad), trasplantados por lo alto y para lo alto, pero también a dar testimonio a través de iniciativas valientes. Pero, ¿por qué la promoción de la justicia reclama valor?

Es importante recordar la etimología de la palabra valor para ayudarnos a descubrir de lo que se trata. La palabra valor, la palabra coraje para ser más exactos, proviene del francés antiguo corages, y ésta a su vez es un antiguo derivado de coeur (corazón). El coraje es esa firmeza de corazón, esa fuerza del alma que ayuda a afrontar el peligro, que ayuda a soportar el sufrimiento y los reveses con constancia. El artículo 15 de nuestra regla, extraído directamente del decreto sobre el apostolado de los laicos (Vaticano II), significa que querer hacerse presente para promover la justica, particularmente en el dominio de la vida pública, reclama coraje. Los sucesos actuales son desafortunadamente muy elocuentes sobre la falta de respeto de la virtud moral llamada justicia. Todo el mundo reclama justicia, por su propio derecho, olvidando frecuentemente que la justicia es el respeto de las reglas del deber. Tomar iniciativas para promover la justicia es “adelantarse a los problemas”. El Señor mismo nos previene sobre lo que nos espera: “Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que es suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo os he elegido y sacado del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de la palabra que os he dicho: el esclavo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 18-20).

La promoción de la justicia

Ay de vosotros, fariseos, que os preocupáis por el diezmo de la menta, de la ruda y de toda clase de hortalizas, y faltáis a la justicia y al amor de Dios. Esto es lo que había que practicar, sin omitir aquello (Lc 11, 42). Id, pues, y aprended qué significa: amor quiero y no sacrificios (Mt 9, 13), conocimiento de Dios más que holocaustos (Os 6, 6). Dios no rechaza entonces la justicia humana, que podríamos traducir por el respeto de las reglas del deber: “esto es lo que había que practicar”. Estas “pequeñas reglas” son incluso muy importantes porque gracias a la justicia de los señores, los servidores y los lacayos se vuelven justos. En las “pequeñeces” cotidianas se nos da así a escoger entre “ser hijo del Padre” o “ser hijo del diablo”, ser “edificante” o “provocador de caídas” para sus hermanos. Pero el Señor insiste en el hecho de que no hay que omitir aquello. Podríamos traducir “aquello” por la promoción de la justicia, particularmente en el ámbito de la vida pública a la que nos invita nuestra regla, sabiendo que ese aquello debe estar impregnado de misericordia: “misericordia quiero y no sacrificios”.

Nuestro soberano Pontífice Juan Pablo II, en su mensaje del 1 de enero de 2002 para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, sintetiza de manera luminosa esta misericordia que debe forzosamente acompañar a la justicia: no hay paz sin justicia; no hay justicia sin perdón. Refiramos aquí, a guisa de comentario de este concepto, el de promoción de la justicia, algunas líneas de ese mensaje, presentado bajo la forma de un testimonio conmovedor:

La paz, obra de justicia y de amor: Lo que me ha acontecido recientemente *  La Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2002 fue celebrada con el trasfondo de los dramáticos eventos del 11 de septiembre de 2001. Aquel día fue perpetrado un crimen de extrema gravedad: en el espacio de pocos minutos, millares de personas inocentes, de diferentes orígenes étnicos, fueron horriblemente masacradas… (primeras líneas del mensaje pontifical).…, me ha impulsado a continuar una reflexión que brota a menudo de lo más hondo de mi corazón, al rememorar acontecimientos históricos que han marcado mi vida, especialmente en los años de mi juventud. Los indecibles sufrimientos de los pueblos y de las personas, entre ellas muchos de mis amigos y conocidos, causados por los totalitarismos nazi y comunista, siempre me han interpelado íntimamente y animado mi oración. Muchas veces me he detenido a pensar sobre esta pregunta: ¿cuál es el camino que conduce al pleno restablecimiento del orden moral y social, violado de manera tan bárbara?

La convicción a la que he llegado, razonando y refiriéndome a la Revelación bíblica, es que no se restablece completamente el orden quebrantado, si no es armonizando entre sí la justicia y el perdón. Los pilares de la paz verdadera son la justicia y esa forma particular del amor que es el perdón. 

Pero, ¿cómo se puede hablar, en las circunstancias actuales, de justicia y, al mismo tiempo, de perdón como fuentes y condiciones de la paz? Mi respuesta es esta: se puede y se debe hablar de ello a pesar de la dificultad que comporta, entre otros motivos, porque se tiende a pensar en la justicia y en el perdón en términos antitéticos. Pero el perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia. En realidad, la verdadera paz es « obra de la justicia » (Is 32, 17). Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, la paz es « el fruto del orden implantado en la sociedad humana por su divino Fundador y debe ser llevado a cabo por hombres que aspiren sin descanso a una justicia más perfecta » (Constitución pastoral Gaudium et spes, 78). Desde hace más de quince siglos, resuena en la Iglesia católica la enseñanza de Agustín de Hipona, quien ha recordado que la paz, a la cual se debe pretender con la cooperación de todos, consiste en la tranquillitas ordinis, en la tranquilidad del orden (cf. De civitate Dei, 19, 13).

La verdadera paz es pues fruto de la justicia, virtud moral y garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes, y sobre la distribución equitativa de beneficios y cargas. Pero, puesto que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los egoísmos de personas y de grupos, debe ejercerse y en cierto modo completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas perturbadas. Esto vale tanto para las tensiones que afectan a los individuos como para las de alcance más general, e incluso internacional. El perdón no se contrapone de ningún modo a la justicia, porque no consiste en sobreseer las legítimas exigencias de reparación del orden dañado. El perdón tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden, siendo mucho más que un frágil y temporal cese de las hostilidades: es la profunda curación de las heridas abiertas que ensangrientan los espíritus. Para esta recuperación, son esenciales ambos, la justicia y el perdón.

Empeñarse en opciones concretas y coherentes con su fe

Nada de revolución; nada de revuelta, decíamos más arriba, sino valientes iniciativas. En un mundo en perpetua mutación las disposiciones adoptadas un día para la promoción de la justicia pueden revelarse inadaptadas al día siguiente por el solo hecho de que los tiempos cambian y, por lo mismo, algunas veces modifican profundamente los modos de vida. Con frecuencia hay una necesidad de inventar, o más simplemente de reinventar, nuevos procedimientos, suscitar nuevas medidas, firmar nuevos concordatos. ¡Pero cuidado con los peligros de la inmersión en el mundo! Para evitar los escollos sigamos el ejemplo de Francisco. Está lejos de ser un extraño a las preocupaciones de su tiempo. Al contrario. Francisco se une y asume esas preocupaciones *  El resto de este apartado se compone de extractos de Leclerc, Eloi, François d’Assise. Le retour à l’Evangile, Desclée de Brouwer, 1986, pp. 125-148. (Versión castellana : Leclerc, Eloi, El retorno al Evangelio, Ed. Franciscanas, Arantzazu, 2001.). Sin embargo, no se inspira de una voluntad de reforma reflexionada. Sin duda de ahí esa claridad innata que le es propia. “Un deseo particular y reflexionado, remarca el P. Lippert, casi siempre tiene como consecuencia el perturbar la vida, el volverla menos pura. La voluntad de lograrlo cueste lo que cueste, de reformar, de protestar, de combatir a cualquiera, esa voluntad está raramente exenta de egoísmo y de amor propio, de violencia y de dureza de corazón; por eso está debilitada y mancilla la vida por la que pretende luchar. Por el contrario, ahí donde la vida verdadera y que brota puede seguir siendo plenamente ella misma, ahí donde puede afirmar, construir, bendecir y dar, entonces goza en ese momento de una increíble libertad…” *  P. Lippert, La Bonté, París, 1946, pp. 115-166..

Siempre habrá que elegir entre una sociedad que tiene como objetivo gobernar a los seres y someterlos, y una sociedad que se propone ante todo servirlos y ayudarlos a desarrollarse. El primer tipo de sociedad mina a los individuos para hacerlos instrumentos de una política o de una ideología; la segunda ve en cada persona un valor único para promocionar: cada ser humano representa aquí una vida original y lleva en sí mismo su propia ley de crecimiento.

Francisco escoge el segundo tipo de sociedad, a decir verdad el único que le conviene a una fraternidad. A este respecto y como en tantos otros, está abierto a las aspiraciones profundas de su tiempo.

Francisco no cesa de reivindicar, para sí mismo y para sus hermanos, la libertad de vivir según el santo Evangelio, siguiendo la inspiración del Señor. La respeta en cada uno de ellos. No se trata para él de imponer un modelo ni de gobernar, sino de permitir al más humilde de sus hermanos correr también la aventura del Reino, abrirse libremente al Espíritu del Señor y dejarse conducir por él. “El ministro general de la religión –que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico” (2C 193). “Los hermanos aplíquense en aquello que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación” (2R 10, 8).

Tenemos un ejemplo particularmente luminoso de esta manera de obrar de Francisco en la carta que dirige al hermano León. Este le había consultado en persona sobre un punto de la observancia. Esto es lo que Francisco le escribe: “Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Esto te digo, hijo mío, como una madre: que todo lo que hemos dicho en el camino, te lo resumo brevemente en un consejo (…) Que hagas, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigas sus huellas y pobreza” (CtaL 1-3).

Artículo 16

Consideren el trabajo como don de Dios y como un medio de participación en la creación, redención y servicio de la comunidad humana. *  Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual 67, 2; San Francisco 1R 7, 4 ; 2R 5,1.

San José, artesano, protector del mundo del trabajo

Modelo de trabajo, de fidelidad, de devoción, el artesano que fue san José, Padre virginal del Hijo de Dios, está predestinado a convertirse en el protector del mundo del trabajo *  El reconocimiento de la grandeza de José no fue explícitamente percibido en la Iglesia sino poco a poco. La gran celebración de san José, el 19 de marzo, data apenas del siglo XV. Hoy reconocemos en él a un protector insigne de la Iglesia. La proclamación de José como patrón de la Iglesia universal data del 8 de diciembre de 1870.. “¿No es el hijo del carpintero?”, se decía del Salvador. José, conocido en Nazaret como esposo de María y padre de Jesús *  Varios teólogos, entre los que se encuentra Suárez, han notado que san José ocupa un lugar aparte en los anales de la santidad: mientras que los otros santos han jugado un papel al servicio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, José es encargado, como María, en el ministerio mismo del Hijo de Dios, en el misterio de su Encarnación., hombre justo, sabio y prudente, paciente y bueno, sin otros recursos que su oficio, José, ese fugitivo de la grandeza, se nos revela como el modelo acabado del obrero según el Corazón de Dios.

Los relatos de la infancia del primer evangelio están centrados en el personaje de José, quien tiene constantemente un papel activo en la Sagrada Familia. José muestra sin cesar una silenciosa sumisión total a la voluntad de Dios, y esto es la noche de la fe, pues Dios no opera ningún prodigio que sería destinado simplemente a facilitarle la tarea. Y José se somete sin decir nada; ni una palabra de José ha sido conservada; obedece a Dios sin hacerle preguntas; nadie más que él (aparte de la Virgen María) se ha dejado conducir tan dócilmente por el Espíritu Santo. *  P. André Feuillet, P. S. Sulp., Le Sauver Messianique Et Sa Mère Dans Les Récits De L’Enfance De Saint Matthieu Et De Saint Luc, Divinitas de janvier, 1990, p. 150.

Pediremos entonces a san José que nos acompañe en los breves comentarios que siguen.

El trabajo es un don

El signo de la familiaridad del hombre con Dios es que Dios lo pone en el jardín. Vive ahí “para cultivarlo y guardarlo” (Gn 2, 15). Es así como al principio el trabajo es un don que el Señor otorga al hombre. El Señor nos invita insistentemente a aceptarlo: “Id, vosotros también, a mi viña”. Si esta invitación sobrepasa con mucho el marco del trabajo social, el trabajo humano forma parte de la respuesta del hombre a Dios. Porque el trabajo es igualmente un don, una ofrenda, que el hombre rinde a Dios. Este es el segundo sentido del don: “Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta santa, consagran el mundo mismo a Dios” *  CIC 901..

Como san José artesano, impregnemos nuestro trabajo de fe, de esperanza y de caridad a fin de obtener esta transfiguración divina de las faenas ordinarias.  Ese espíritu sobrenatural nos evitará el descontento y el mal humor. A ejemplo del santo Patriarca, que la oración se una a nuestro trabajo para que nuestro trabajo se convierta en oración.

El trabajo es un medio de participar en la creación

El trabajo humano procede inmediatamente de las personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, las unas con y por las otras, la obra de la creación dominando la tierra. Es lo que indica con fuerza el Génesis: “Creó Dios al hombre a imagen suya (…) varón y hembra los creó. Dios los bendijo diciéndoles: ‘Sed fecundos y multiplicaos; llenad la tierra y dominadla’” (Gn 1, 27-28). El trabajo es entonces un deber: “El que no quiere trabajar, que no coma” (2 Tes 3, 10), nos dice el apóstol. El mismo Francisco añade en su testamento: “…quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los demás hermanos trabajen en algún trabajo humilde y honesto. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir la paga del trabajo, sino por el ejemplo y para desechar la ociosidad” (Test 20-21). Vemos así que no es necesario reducir la noción de trabajo dentro de los límites del trabajo profesional remunerado. El trabajo se cumple igualmente con el buen ejemplo que la mamá da a sus hijos ocupándose activamente de las cosas del hogar; el trabajo se cumple igualmente para desechar la ociosidad del joven adolescente que ayuda a sus padres o a sus amigos en las diversas tareas de la vida cotidiana; el trabajo se cumple igualmente con el buen ejemplo y para desechar la ociosidad del hombre aquejado por el desempleo económico *  No es la cuestión tratar aquí ese temible problema del desempleo económico. Refiramos simplemente una anécdota para mostrar cuáles acciones a veces son puestas en marcha para luchar contra algunos de los perjuicios posibles del desempleo económico (y no contra el desempleo en sí mismo en un primer momento). En algunas grandes aglomeraciones, algunas familias son tocadas por el desempleo desde hace varias generaciones, es decir que no se trabaja de “padre a hijo”. Las repercusiones que provoca un padre ocioso a domicilio en las nuevas generaciones son considerables. En Francia, algunas organizaciones han puesto en marcha talleres para “hacer salir” al jefe de familia de su domicilio desde la mañana con el fin de enseñarle los rudimentos de un trabajo (que tal vez no podrá ejercer al término de la formación por muchos otros criterios, pero el objetivo principal no es ese). El mismo hecho de levantarse temprano obliga al jefe de familia a acostarse a buena hora. No puede ver la televisión bebiendo alcohol hasta las dos de la mañana con todos sus hijos,a los cuales no ha enviado a acostar y que están ahí, somnolientos, frente al televisor. Si el jefe de familia muestra el ejemplo, se acuesta a una hora razonable, podrá pedir a sus hijos que se acuesten temprano. Éstos tendrán entonces una vida más equilibrada, dispondrán así de nuevos triunfos en su vida futura. Más tarde, el ejemplo del padre podrá servirles de referencia en su vida familiar y profesional.. El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos *  CIC 2427.. El trabajo no es una pena, es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible *  CIC 378..

El carpintero de Nazaret, transformando los troncos de árbol en armazones o en mobiliario, nos da el ejemplo tipo del reino del hombre sobre la creación. No se encuentran, en el mundo creado, armazones ya hechas, por no citar más que eso. Pero la sumisión inteligente y mesurada de lo que la naturaleza nos ofrece (los árboles que se cortan y los jóvenes retoños que se plantan después para reemplazar a los árboles cortados) hace que el trabajo humano participe en la creación. No siempre tenemos conciencia de la dignidad del trabajo humano, de su importancia en su participación en la creación. Sin embargo, la liturgia proclama esta dignidad: “Dios, a imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote solo a ti, su Creador, dominara todo lo creado” *  Plegaria eucarística IV.. Esta dignidad del trabajo humano surge también luminosamente en el rito de preparación de los dones: “Bendito seas, Dios del universo, tú que nos das este pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres (…) tú que nos das este vino, fruto de la vid y del trabajo de los hombres…”.

El trabajo es un medio de participar en la redención

El trabajo también puede ser redentor. Soportando la pena del trabajo “con el sudor de tu frente” (Gn 3, 14-19) en unión con Jesús, el artesano de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora de cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se muestra como discípulo de Cristo llevando la cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar. El trabajo puede ser un medio de santificación y una animación de las realidades terrestres en el espíritu de Cristo *  Según CIC 2427 y 1609..

La presencia de Jesús en el taller de Nazaret enseña a san José el precio de las horas penosas y la dura labor aceptada como una reparación por la desvergüenza del hombre que descuida las leyes de Dios. Artesano con Dios creador, hermano de trabajo de Jesús que fue su obrero, su asociado en la redención del mundo, san José jamás atrae demasiado las miradas y las oraciones de nuestro siglo. Por eso la Iglesia, inspirándose de la tradición que bautizó antaño múltiples fiestas paganas para dotarlas de un nuevo contenido cristiano, puso la fiesta civil del trabajo bajo el poderoso patronato de san José. ¿Quién mejor que él, obrero toda su vida, rendiría gracias a Dios Padre en su labor cotidiana? Es ese modesto artesano que Dios elige para velar la infancia del Verbo encarnado venido a salvar al mundo por la humildad de la cruz.

El trabajo está al servicio de la comunidad humana

En el trabajo, la persona ejerce y lleva a cabo una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo *  CIC 2428..

La participación social se realiza ante todo con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal se asume: por la atención prestada a la educación de su familia, por la conciencia en su trabajo, el hombre participa en el bien de los demás y de la sociedad *  CIC 1914..

Diligencia, aplicación, constancia, serenidad, abnegación, tales son las cualidades del buen obrero. La preocupación por el cumplimiento de la voluntad del Padre que ha dicho: “comerás tu pan con el sudor de tu frente” animaba el alma de José artesano. A través de sus ejemplos, José nos enseña la humildad y la alegría en el trabajo cumplido. Como dice el apóstol, debemos contentarnos cuando tenemos alimento y vestido; debemos limitarnos a lo necesario, sin aspirar a lo superfluo. Aprendamos del santo carpintero de Nazaret a considerar el trabajo no como una esclavitud, sino como un privilegio de grandeza y nobleza. Grandeza y nobleza para su alma, pues el trabajo santifica al hombre. Grandeza y nobleza para su propia familia, pues el trabajo honrado permite mostrar el buen ejemplo a los hijos y asegurarles su subsistencia. Grandeza y nobleza para la comunidad humana, pues el trabajo sirve para edificación de la sociedad y para el bienestar de todos.

PREGUNTAS

¿He aprendido bien?

  1. La Palabra de Dios no es necesariamente fácil de comprender. Nuestra inteligencia puede “bloquearse” en uno u otro aspecto; nuestro ego puede incluso hacernos pasar al lado de lo esencial del mensaje que nos es dirigido. ¿Cuáles son los diferentes sentidos contenidos en la Palabra de Dios que, cuando se sabe descubrirlos, permiten comprender, con toda la fuerza de su alma, esta Palabra de Dios? ¿Puedo elegir, entre las referencias evangélicas propuestas en las siguientes páginas, un texto y buscar en él los diferentes sentidos de la Palabra?
  2. En el relato de Tomás de Celano sobre el viaje de Francisco a Siria, ¿puedo recordar los rasgos sobresalientes de la motivación y del comportamiento de Francisco?
  3. Jeremías, profeta del Señor, tuvo la difícil misión de anunciar la Palabra de Dios a sus hermanos. Entonces, ¿cuál es esa frase de introducción que se repite, en la boca del profeta, como un verdadero leitmotiv antes de cada una de sus intervenciones?

Para profundizar

  1. El rito de la preparación de los dones que abre la liturgia eucarística comienza con estas palabras: “Bendito seas, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, y que ahora te presentamos: él será para nosotros Pan de Vida”. Igualmente, un poco más adelante el padre dice: “Bendito seas, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, y que ahora te presentamos: él será para nosotros Bebida de salvación”. ¿Por qué la liturgia distingue “fruto de la tierra y de la vid” del “trabajo del hombre”?
  2. ¿Algunas veces me sucede que quiero dominar a mi prójimo en mis relaciones conyugales, fraternales, amistosas, profesionales y demás? ¿Qué esfuerzos debo hacer, que medios debo poner en práctica para convertir el instinto de dominación que duerme en mí en voluntad de servicio? Y, ¿quién puede ayudarme en esta conversión cotidiana?
  3. ¡Id también vosotros a mi viña! Cuando el Señor nos habla, me habla. Sin excluir el plural utilizado por el Señor (“id”, “vosotros”) que conlleva una riqueza de sentido que no habría que corromper o escamotear, puedo traducir esta invitación personalizándola un poco. De lo que resulta: ¡Ve, tú también, a mi viña, para que venga el reino de Dios! ¿Cómo puedo responder de la mejor forma a esta invitación, a esta voluntad de Dios, en mi vida cotidiana?
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Realizado por www.pbdi.fr Ilustrado por Laurent Bidot Traducción : Lenina Craipeau